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El ocaso de Jordi Pujol

La debilidad congénita del Estado liberal español le impidió, desde siempre, cristalizar en un Estado unitario y centralista fuerte y eficaz, a imagen y semejanza del Estado francés. Y es que la realidad hispánica ofrecía y ofrece tal pluralidad que el empeño resultaba inviable. Desde una perspectiva económica, porque ha existido y existe en la Península un tejido económico con diversos centros que no han podido ser reducidos a la unidad de un sistema que gire rígidamente en torno a Madrid. Pero, además, la Península presenta una fuerte pluralidad cultural, cuya manifestación más evidente son las distintas lenguas que coexisten en su ámbito. Por ello, si bien España ha sido presentada 'oficialmente', durante algunas épocas, como un Estado-nación unitario, siempre ha sido 'de hecho' una realidad histórica manifiestamente plural, o -si se quiere- solapadamente federal. Es lógico, por tanto, que -tras la negación cerril de la dictadura franquista- la Transición se vertebrase en Cataluña en torno al eje de su autodefinición identitaria, y es lógico que, durante una prolongada etapa, los catalanes hayan depositado su confianza política, en el ámbito autonómico, en aquel líder -Jordi Pujol- que ha encarnado de un modo más explícito y fiable esta idea de afirmación nacional. Porque, en este caso, el líder ha precedido a su partido, hasta el punto de que el voto de muchos ciudadanos se ha depositado confiando más en la persona de Pujol que en el 'movimiento' -Convergència Democrática- que aglutina. En este sentido, Pasqual Maragall reconoció un día que 'Cataluña tal vez necesitaba una pasada por el nacionalismo'; es decir, precisaba lo que los anglosajones llaman, con expresiva frase, 'enseñar la bandera'.

A este espíritu de 'enseñar la bandera' ha respondido sin desmayo la política de Pujol durante veinte años: afirmación identitaria inexorable, centrada en la defensa y potenciación de la lengua propia como factor definitorio axial de la nación catalana; y reivindicación constante de las competencias que integran un autogobierno merecedor de tal nombre. Al servicio de esta idea obsesiva, Pujol ha aportado su vocación y aptitud políticas -que son grandes-, su talento -que no es menor-, así como su dureza, su dogmatismo y su ambición personal -que no desmerecen en nada a sus otros atributos-. Y en esta misma obsesión han hallado su fundamento los mayores éxitos y las más graves limitaciones de la acción de gobierno de Pujol. Así, entre los primeros, la tajante voluntad de conformar una sola comunidad educativa que eluda los riesgos de la fragmentación social; y, entre los segundos, no tener suficientemente en cuenta -como dijo Joan Raventós- la pluralidad de la sociedad catalana, en especial durante sus periodos de mayoría absoluta. Por lo que procede cuestionar -tras esta etapa de fijación identitaria- la conveniencia de prolongar indefinidamente la afirmación ensimismada de 'quiénes somos', en lugar de planteamos 'qué queremos y podemos hacer por el futuro', con los instrumentos de autogobierno de que ya se dispone. Es tiempo de 'cosas concretas'.

En esta línea, cabe pensar que hay políticos para el 'onze de setembre' y políticos para el 'dotze de setembre' y , normalmente, no son las mismas personas. No se trata de sacralizar 'el cambio por el cambio', lo que constituiría una frivolidad. La idea de 'cambio' debe ser afrontada, en política, desde una perspectiva puramente instrumental. Por lo que sólo procede el cambio cuando se observan signos de anquilosamiento en el líder o de obsolescencia en su programa. Y ambos signos se manifiestan en la realidad política catalana actual, que viene definida por estas tres notas:

La primera es la soledad de Pujol. De sus viejos compañeros -alguno de ellos político de alta calidad- no queda hoy a su lado ninguno. Su personalismo, progresivamente exacerbado, le pasa ahora una factura onerosa, porque, sin desdoro de las cualidades de sus continuadores, ¿está de veras garantizada una sucesión adecuada? ¡Qué poco se parece Pujol a Prat de la Riba en algunas cosas! En los primeros tiempos de la Lliga -y sin perjuicio del liderazgo de Prat-, la división del trabajo era efectiva: el propio Prat en Cataluña, Cambó en Madrid y Duran i Ventosa en Barcelona. Algo parecido ha sido siempre inimaginable en CDC.

La segunda es el mantenimiento, por su parte, de una actitud de desconfianza y conflictividad latente respecto de España. Esta política pone el acento en la existencia de un enemigo exterior, útil tanto para presionar en las negociaciones con el Estado como para galvanizar ocasionalmente a la opinión pública catalana. Aquí se halla, tal vez, una de las causas del desinterés por la política catalana de buena parte de los ciudadanos, manifestada en su abstención en las elecciones autonómicas.

Y la tercera es un cierto anquilosamiento de su visión política de fondo. En efecto, Jordi Pujol, que tantas veces ha profetizado con razón la crisis irreversible de los Estados-nación, no contempla de hecho otra forma de articulación política que el Estado-nación, porque, si bien se piensa, su ideal radica en aproximar lo más posible el status de Cataluña al de un Estado-nación. Por eso, para él, el concepto de soberanía sigue siendo axial, aunque a veces reconozca que lo esencial es la autorregulación de los propios intereses y el autocontrol de los propios recursos.

Con todo, estas sombras no pueden ocultar el saldo positivo de la gestión de Pujol en la etapa histórica que está cerrándose: haber contribuido de forma destacada a la recuperación nacional de una Cataluña que él soñó, en su juventud, 'rica i plena'. Ahora bien, hoy Cataluña es una sociedad en estado de permanente evolución, una sociedad 'mestiza'. Por lo que no cabe ya poner el acento en una Cataluña ideal, entendida como una realidad históricamente conformada por unas señas de identidad inmutables, cuya vigilancia y cuidado ha constituido la razón de ser última de la enorme, sincera y honrada vocación politíca de Jordi Pujol. Por esta razón dijo Maragall -en su despedida del Ayuntamiento- que 'Pujol ha sido un buen presidente de una nación sin Estado, pero un mal gobernante', queriendo destacar que la inversión y el gasto de la Generalitat se han hecho principalmente en función de objetivos intangibles de tipo nacionalista.

Lo que ha provocado que parte de la sociedad catalana se desinterese de la política autonómica, por entender que -dado su acento identitario- no va con ella. Y esto no es bueno. Por lo que procede 'normalizar' el debate político, centrándolo en los temas sobre los que versa habitualmente en los países de nuestro entorno. Con lo que se conseguiría, sin duda, ampliar el ámbito personal de vigencia efectiva del catalanismo político -entendido en su sentido más operativo de voluntad de autogobierno, es decir, de autogestión de los propios intereses y de autocontrol de los propios recursos-, e integrar en él a los sectores procedentes de la inmigración, que son los más refractarios a una política de pura afirmación nacional.

Xavier Rubert de Ventós ha escrito con agudeza que, 'gracias a Dios, la política ya está dejando de ser la religión del siglo XX y está abandonando al Estado para subir al cielo de las religiones tradicionales o bajar a la tierra para habitar entre los hombres y sus aflicciones'. Esta última es la auténtica política. La única. La que versa sobre 'cosas concretas'. La que se adivina tras el ocaso de Jordi Pujol.

Juan-José López Burniol es notario de Barcelona.

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