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Columna
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¡Voltaire, Voltaire!

Nos íbamos a ir (si Dios quiere) de vacaciones, pero (no quiso Dios) nos quedamos en Madrid. Frecuentando un hospital, para más señas, lo que nos proporcionó una muy interesante experiencia acerca de lo organizados que son nuestros conciudadanos en lo que a preparativos vacacionales se refiere. En vísperas de fiesta, el hospital estaba más lleno que la cola de una aduana de inmigración, como si la gente hiciera una de esas listitas emocionantes con lo que tiene uno que hacer antes de partir: regar las plantas, ir al cajero, comprar tampax, encontrar el biquini, pasar por urgencias... Al día siguiente, cuando todos los enfermos imaginarios se habían ido de vacaciones, el hospital no parecía de la Seguridad Social, así que es muy sensato ponerse enfermo de verdad durante la Semana Santa.

Y hete aquí que, por mor de los turnos de visita hospitalaria que nos impusimos, y hallándonos, mi amigo y yo, en pleno paseíllo de descanso al respecto, fuimos a dar, almas de Dios, con la procesión del Jesús del Gran Poder o Cristo de Medinaceli. Como Madrid en Semana Santa tiene poca oferta en lo que a callejeo se refiere, había numeroso público apostado en la calle de Alcalá en espera del paso, pero nosotros pillamos muy buen sitio. Y he aquí lo que acertamos a presenciar, advirtiendo de antemano, y valga ello para posterior reflexión, que ni la que suscribe ni su directo y muy letrado entorno conocen la terminología especializada en tales lides; la nomenclatura, podríamos decir. Incultos, clamarán algunos, y lo admito, aunque no pudiendo por menos que colegir de nuestra ignorancia un rotundo fracaso pedagógico por parte de nuestros formadores en el espíritu católico: ¿por qué, si no, tras lustros, décadas y siglos de letra y sangre, no somos capaces, mi entorno y yo, de saber si es capirote o cucurucho lo que llevan en la cabeza los penitentes? ¿O son nazarenos? ¿Encapuchados?

Bien, prosigamos. Pasaron encapuchados típicos, de los de color moratón de toda la vida. Les seguían varios curas que, por las notables diferencias en su vestimenta, supusimos de distinta graduación. O sea, la nomenclatura, podríamos decir. Algunos llevaban un cordón al cuello con un gran escapulario (esta palabrita me la sé, para que luego digan) cuyo distintivo, una cosa como $, me recordaba el símbolo del dólar, pero eso son cosas de mi imaginación, porque en la realidad era el símbolo de su orden (curiosa palabra, por cierto). Nos llegaba un extraño sonido, metálico, sibilante, que creció hasta pararse ante nuestros ojos con todo el esplendor de su monstruosidad. Varias personas avanzaban a duras penas, arrastrando por el asfalto largas cadenas sujetas al tobillo. Iban descalzos. Sobrecogían. Me sorprendió ver unas cuantas chicas de aspecto normal (sí, sí, ya sé, qué significa normal, y tal), con vaqueros y mochila a la espalda. Pensé que había que sufrir mucho para alcanzar tal grado de impudicia en el dolor. Y que había que ser muy freak. Me las imaginé en la ferretería, adquiriendo por metros la penitencia de sus culpas. Me acordé de un amigo de un amigo, que también es cliente habitual de las ferreterías. Se encadena en privado. Inquietante lugar, una ferretería.

Luego pasó una Virgen, típica también, y detrás venía un nutrido grupo de señoras o señoritas, todas de negro riguroso, con mantilla y peineta las más, algunas de largo terciopelo, otras de corto paño, todas con mucho y muy visible recogimiento interior. Daban más pavor que los encapuchados, como cuando el moratón se te pone feo, feo, negro pez. Se notaba que su recogimiento estaba lleno de oscuridad. Daban muy mala espina. Luego llegó el paso, es decir, el Cristo de Medinaceli, sencillo, más curioso este año que el pasado, que un vendaval le alborotaba el melenón y parecía La Chunga. Y, tras él, Señor, Señor, escoltado por unos tipos con penacho, báculo edílico en ristre, tieso como si se hubiera tragado el palo mayor de la cruz, contenido paso marcial: ¡el alcalde!

No digo más, porque tuvimos que retirarnos para volver al hospital que no parecía de la Seguridad Social, y porque mi amigo comenzó a murmurar entre dientes un in crescendo y peligroso '¡Voltaire, Voltaire!'

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