Mentiras
José María Aznar tiene a Jaime Mayor y a Mariano Rajoy ocupados en tareas de mayor rango y le ha pedido a Rodrigo Rato que salga del escondite, suba a la red y asuma la tarea de fustigador del PSOE. El vicepresidente económico ha obedecido raudo -como exigen las normas de aznarilandia- y lo ha hecho con tal exceso de celo que resulta sospechoso. Sin remilgo alguno, Rodrigo Rato ha acusado directamente a José Luis Rodríguez Zapatero de incitar a UGT a montar una huelga general. O sea que tanta oposición tranquila, tanta preocupación en demostrar que si se ataca al Gobierno es porque no hay otro remedio, tanta querencia por el pacto y el consenso, sólo sería la piel de cordero bajo la que se escondería un feroz conspirador empeñado en sacar las masas a la calle contra el Gobierno. Rato sabe que no se lo puede creer nadie. Y, sin embargo, lo dice. ¿Por qué? ¿Porque no tiene ningunas ganas de hacer el papel que Aznar le ha encomendado e intenta reventarlo a la primera? ¿O porque entiende que está en deuda con el presidente y piensa compensarla gritando?
No me interesa el porqué de las declaraciones de Rato. Me interesan como síntoma. Y las cojo como ejemplo, del mismo modo que podría utilizar las de Arzalluz sobre la resurrección de Franco vía Partido Popular y otros desvaríos oídos en los últimos días. Que en la dialéctica política todo esté permitido no quiere decir que deba darse por buena cualquier mentira. ¿Es inevitable que el lenguaje político se mueva siempre entre la vaciedad del eufemismo y la irresponsabilidad de la infamia? ¿No es exigible a los políticos el elemental respeto a la verdad que pasa por no decir aquellas cosas que se sabe, sin duda alguna, que no son verdad? Sé la justificación: la política democrática es un rito a través del cual se sublima la violencia del conflicto sustituyéndolo por la palabra. Ello requiere una cierta virulencia verbal que dé credibilidad al enfrentamiento. Pero en estas democracias nuestras en que el espacio de lo posible es ya de por sí suficientemente limitado, ¿es necesario acudir a la mentira como vía de sublimación? ¿Para hacer creer qué?
Se repite todos los días que la desconfianza de los ciudadanos con los gobernantes es cada vez mayor. ¿Es la mentira manifiesta una forma de recuperar esta confianza? A veces uno tiene la impresión de que hay políticos que ponen el máximo esfuerzo posible en desacreditar a la política y a las instituciones. Una cosa son la subidas de tono verbal propias de una discusión o algún arrebato de campaña en el calor de un mitin y otra una acusación tan directa y concreta, mantenida sabiendo todo el mundo que es falsa.
Entre los tópicos aceptados por políticos y periodistas está el que dice que en las campaña electorales vale todo. ¿Quién lo ha decidido? ¿Está escrito en alguna ley? Los propios políticos se excusan a menudo: 'Lo dije en campaña, no tiene ninguna importancia'. ¿Creen ciertamente que así la gente les escucha más? ¿No será precisamente porque todo el mundo sabe que lo que se dice es griterío a beneficio de inventario que cada día la ciudadanía está menos atenta a la palabra de los políticos? Una cosa son las opiniones y otra los hechos. Por elemental dignidad, un político no debería denunciar algo que sabe objetivamente que no es cierto. El griterío le dio resultado al Partido Popular durante la agonía del felipismo. Pero la materia de acusación existía y las defensas de los socialistas -el prestigio que en otros momentos hubiese hecho a buena parte de la ciudadanía impermeable a las denuncias- estaban ya muy arruinadas. Es probable que la imagen moderada y sin aristas de Rodríguez Zapatero incomode al Gobierno. No creo que recurriendo a las mentiras éste consiga que donde dice Zapatero la gente lea Zapata. Pero insisto, la cuestión es más amplia: ¿Debe aceptarse la mentira -objetiva y deliberada- como un elemento normal del lenguaje político? Todos lo hacen, dicen. Pobre excusa. Aquellos políticos que crean en el prestigio de la política harían bien en pensárselo dos veces antes de mentir. De lo contrario tendremos que acabar pensando que hay gobernantes que son los primeros en estar interesados en que la política se desprestigie. Algunos parecen decididos a poner todo su empeño en debilitar al Estado. ¿Cuestión de ideología?
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