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A vueltas con la deuda externa: nuevas propuestas

La solución al problema del excesivo endeudamiento de los países en desarrollo ha pasado a ocupar un lugar relevante en la agenda internacional. El tema suscitó una de las movilizaciones más vigorosas de la sociedad civil de los últimos años, concitando a un amplio espectro de organizaciones y de movimientos ciudadanos. A todos ellos es común el hecho de considerar que viola un principio ético elemental exigir el cobro de una deuda eternamente pendiente a países en situación de extrema pobreza, en los que ni siquiera sus poblaciones tienen cubiertas las necesidades básicas. Respaldando este juicio, hasta un millón de ciudadanos españoles estamparon su firma bajo una petición de cancelación de la deuda a los países más pobres; y similar número de votos secundaron esta iniciativa en consulta popular informal en las elecciones pasadas. Los gobiernos donantes y los organismos internacionales, menos sensibles a esta apelación ética, se vieron obligados también a afrontar el problema, conscientes de la necesidad de sanear el sistema financiero internacional, poniendo fin a un factor que es fuente de inestabilidad. Ambos tipos de motivaciones, el compromiso moral y el interés estratégico, están detrás, por tanto, de la demandada solución al endeudamiento de los países más pobres.

Semejante coincidencia parece acorde con la gravedad del problema. En la actualidad, el stock de deuda a largo plazo de los países en desarrollo supone en torno a los 2,5 billones de dólares, cerca del 40% del PNB del mundo en desarrollo. El servicio de la deuda absorbe, como promedio, en torno al 4,4% del PNB de los deudores (una cuota superior a su gasto público en educación, 3,6%, o en salud, 2%), y comporta una reversión a los mercados internacionales de algo más del 20% de las divisas que estos países obtienen a partir de la exportación. En los casos de mayor endeudamiento relativo, como en el África subsahariana, la magnitud de esos parámetros se amplifica, de modo que el stock de deuda llega a suponer, en promedio, más del 75% del PNB respectivo, existiendo países en los que esa ratio supera el 300%. Para estos países, el mantenimiento de los niveles de deuda actualmente vigentes y la sangría financiera a que da lugar, hacen difícilmente viable cualquier estrategia de desarrollo.

Conscientes de la dimensión del problema, el G-7 acordó, en junio de 1999, poner en marcha una política más ambiciosa para el alivio de la deuda de los 'países pobres altamente endeudados' (la iniciativa HIPC mejorada, en sus siglas inglesas). Entre las novedades que incorpora esta iniciativa figura el establecimiento de unos criterios más generosos para definir el umbral de deuda sostenible, el acortamiento del proceso de tránsito de los países hacia el objetivo de la sostenibilidad y la más estrecha vinculación de las operaciones de reducción de la deuda con los programas de lucha contra la pobreza (a través de los Poverty Reduction Strategy Papers, acordados con el FMI y el Banco Mundial).

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Pasados casi dos años desde su formulación, existe la convicción de que semejante esquema no resulta enteramente satisfactorio. Ni la velocidad del proceso es acorde con las necesidades (desde el comienzo de la iniciativa, apenas 20 países han entrado en el proceso) ni la magnitud del pasivo cancelado es suficiente como para garantizar que los países escapan a la espiral de endeudamiento a que conduce la refinanciación de su deuda pendiente. Lejos de dar el proceso como definitivamente acabado, es necesario, por tanto, reabrir el debate sobre la deuda, al objeto de revisar la terapia hasta ahora ofrecida, incorporando las necesarias correcciones. Cuatro parecen de especial relevancia.

En primer lugar, existen dudas acerca de la pertinencia de los criterios fijados como umbrales de sostenibilidad. Se critica tanto la determinación precisa de los coeficientes como el criterio exclusivamente financiero seguido para su estimación. Frente a ello, se sugiere un cambio en el criterio de medición, de modo que los pagos del servicio de la deuda se pongan en relación con la capacidad económica de los Estados, fijando un máximo de carga que permita a los gobiernos promover el desarrollo y atender la cobertura de las necesidades básicas de sus poblaciones. No faltan razones para semejante opinión. En primer lugar, porque los criterios fijados en Colonia tienen un cierto carácter discrecional que los hace vulnerables a la crítica. Pero, además, porque existen precedentes que, en caso de insolvencia, justifican adecuar el esfuerzo del deudor a parámetros compatibles con su estabilidad y sus posibilidades de desarrollo futuro. La ausencia de estas consideraciones fue lo que motivó la crítica de Keynes al Tratado de Paz de Versalles; y son estos mismos criterios los que, tras la Segunda Guerra Mundial, inspiraron el Acuerdo de Londres, fijando como cuota máxima para el pago de la deuda alemana el 4,6% de sus exportaciones, al objeto de 'no dislocar la economía' y 'no drenar indebidamente' sus recursos. Estas cautelas, sin embargo, no se aplicaron en el caso de la reciente deuda de los países en desarrollo.

Un segundo problema tiene que ver con el efecto que las operaciones de deuda están teniendo sobre otros fondos concesionales dirigidos a los países pobres. El hecho de que las operaciones de alivio de la deuda computen como ayuda al desarrollo ha motivado que muchos acreedores consideren ambos recursos como sustitutivos -y no como potencialmente complementarios-. Tal proceder tiene un efecto neto ambiguo sobre el deudor, ya que el beneficio que obtiene con la aminoración de la deuda puede quedar compensado por el coste motivado por la simultánea reducción de la ayuda. Sin que pueda afirmarse que la eficacia transformadora de la primera de las acciones -cuando la deuda en ocasiones ni siquiera se honra- sea mayor que la que cabría derivar de los eventuales recursos de ayuda.

El tercer problema está relacionado con el peculiar modo de contabilización de los pasivos cancelados. Al contrario que en el plan Brady, la iniciativa HIPC II no considera la compra de títulos en el mercado secundario como vía de reducción de la deuda, de modo que las operaciones se contabilizan de acuerdo con el valor actualizado de los títulos y no por su valor de mercado. Este último es menor que el primero, ya que incorpora en su cómputo los riesgos de impago. Las diferencias no son en absoluto despreciables: una reciente investigación de la OCDE estima que, como promedio del conjunto de países HIPC, el valor de mercado de la deuda se sitúa en un 28% del valor actualizado del pasivo y es casi un 22% de su valor facial. Como consecuencia, no sólo se sobrevalora la generosidad de los acreedores, sino que también se amplifica el drenaje de nuevos recursos, si la ayuda se considerase sustitutiva de la deuda.

Por último, un problema cada vez más manifiesto tiene que ver con el marco institucional en que se tratan estos problemas. El recurrente fracaso de las iniciativas adoptadas, desde los iniciales 'términos de Toronto', en 1988, hasta la actual HIPC II -pasando por los 'términos de Nápoles', 'Lyón' y 'HIPC I'-, revela una notable incapacidad de la comunidad internacional para ofrecer una respuesta satisfactoria al problema. Es natural pensar, por tanto, que la deficiencia radica no tanto en la naturaleza de las respuestas cuanto en el método con el que éstas se construyen. En particular, se cuestiona el carácter asimétrico del actual marco de negociación. El Club de París, la instancia en que se negocia la deuda bilateral, es un ámbito exclusivo de los países acreedores, que son los que definen el alcance de las operaciones y las reglas del proceso. Los acreedores se comportan como juez y parte en la resolución del problema; un proceder que no tiene parangón en las legislaciones nacionales, donde, en caso de insolvencia, ambas partes son escuchadas por un tribunal independiente. Esto es lo que se reclama también para el tratamiento internacional de la insolvencia en casos de deuda soberana, sugiriendo la creación de un cuerpo arbitral para la resolución de los conflictos.

La mayor parte de las propuestas mencionadas implican a la comunidad internacional. Pero ello no debiera contener la iniciativa de los países, obligados a dar respuesta a una inquietud ciudadana vivamente expresada. La amplitud de los sectores implicados aconseja, además, que sean los Parlamentos, y no sólo los gobiernos, los que se impliquen en el tema. Así se ha entendido, por ejemplo, en Suiza, donde el Parlamento creó un Fondo para el tratamiento de las operaciones de deuda; en Italia, donde el Parlamento aprobó una Ley sobre la Deuda Externa; o en Alemania, donde el Parlamento debate en la actualidad este tema, en el marco de una reflexión más amplia sobre la nueva arquitectura financiera internacional. El Parlamento español, abrumado por los asuntos de la política doméstica, parece un tanto alejado de este tipo de preocupaciones, sin la capacidad de iniciativa que revelan sus homólogos europeos. No obstante, si se quiere dignificar la función del Parlamento se haría bien en romper con esa inercia provinciana. La reciente presentación por parte de cerca de 400 ONG españolas de una propuesta de bases para una ley sobre condonación y tratamiento de la deuda externa, semejante a la italiana, puede constituir un buen motivo para que las puertas del Congreso se abran al debate sobre un tema que es crucial para la suerte de tantos pueblos del planeta.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada del Instituto Complutense de Estudios Internacionales.

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