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Cuenca culmina una excelente edición de la Semana de Música Religiosa

Orquestas y solistas de primera fila han participado en el 40º festival

Pese a que en la madrugada del sábado los que se atrevieron a trasnochar e ir a la antigua iglesia de San Miguel escucharon uno de esos conciertos que marcan de por vida, todo el mundo el domingo estaba de acuerdo en el resumen: ha sido una estupenda Semana de Música Religiosa en Cuenca. Por encima de sus mejores momentos, esta edición del festival, que cumple 40 años de vida, convencía a propios y extraños.

Amplitud de miras estéticas e intérpretes de primera calidad han refundado, sin olvidar logros pasados y con una ambiciosa mirada hacia el futuro, este certamen de música. Antes del éxito de Jordi Savall y su hermoso programa hermanando a Tomás Luis de Victoria con Franz Joseph Haydn y hasta, por la vía improvisatoria, con las turbas procesionales del Viernes Santo, sucedieron los de Gustav Leonhardt, sir Roger Norrington y Anatol Ugorski, el Cuarteto Sine Nomine, Timothy Roberts y Harry Christophers. Y el del compositor Carlos Cruz de Castro en la obra de encargo de la Semana: Ex corde de Mozart-Tuba mirum, una brillantísima paráfrasis sobre temas del Réquiem que se daba a continuación.

Cruz de Castro hace en su nueva pieza un magnífico ejercicio de desarrollo temático e inventiva tímbrica de la mano de ese tan suyo, y archidemostrado en obras anteriores, dominio de la rítmica. Víctor Pablo Pérez y la Sinfónica de Galicia fueron fieles a su prestigio en el estreno y, con el Coro de la Comunidad de Madrid e Isabel Monar -estupenda en el Exultate, jubilate que completaba el programa-, Marisa Martins, Francesc Garrigosa y Josep Miquel Ramón como solistas, en una intensa, casi expresionista, feroz por momentos versión del Réquiem mozartiano.

El tiempo detenido

Pero el prodigio llegó en la noche del Sábado Santo. Tras una formidable lectura del precioso Cuarteto de Agrippa, de Antón García Abril, el Ensemble Villa Musica -con Rainer Kussmaul, concertino de la Filarmónica de Berlín al frente- atacó los primeros compases del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen. Nadie sabrá si el tiempo aún no acabado se detuvo o si todos nos fuimos al campo de concentración de Görlitz, a la primera vez de la obra, a su estreno ante 5.000 prisioneros por otros cuatro prisioneros, entre ellos su autor al piano.

Nadie que estuviera en la antigua iglesia de San Miguel olvidará mientras viva las dos Alabanzas -A la eternidad y A la inmortalidad de Jesús- dichas de manera inefable por Martín Ostergat al violonchelo la primera, por el propio Kusslau la segunda, con Kalle Randalu como pianista tan rendido a la belleza de lo que estaba ayudando a revivir como atónito iba quedando un público que había admirado antes de estos dos momentos inigualables al clarinetista Ulf Rodenhäuser en Liturgia de cristal o en Abismo de los pájaros. El silencio absoluto, respetuoso, emocionante tras la última nota, antes de los aplausos, fue el mejor homenaje a una música, a su autor y a unos intérpretes que rozaron literalmente el cielo con las manos.

La Semana tuvo un doble cierre. Primero, con la Missa in die Sancto Paschae, en la catedral, con las partes del gregoriano cantadas por la Schola Antiqua que dirige Juan Carlos Asensio; luego, en el Auditorio, La Stagione de Frankfurt, dirigida por Michael Schneider, demostraba que se puede hacer un Bach -los oratorios De Pascua y De la Ascensión- con los mínimos elementos orquestales y vocales y lograr una irradiación espiritual máxima. Fue algo así como la plenitud carnal de esa inmortalidad que marca la Resurrección.

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