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LA PRECAMPAÑA ELECTORAL VASCA
Columna
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Interiorizar la derrota

Hay un trabajo previo a toda victoria y a toda derrota electoral. Consiste en una tarea de interiorización de las expectativas favorables o adversas, que compete sobre todo al primer candidato, al que encabeza las listas bajo cuyo nombre y al amparo de cuya efigie se presentan todos los demás concurrentes a la convocatoria de que se trate. Al principio de la democracia en la que estamos, en las elecciones generales de 1977 y de 1979 Adolfo Suárez, el líder de la improvisada Unión de Centro Democrático (UCD), salía como ganador. Primero porque comparecía con la ventaja de ser presidente del Gobierno y además porque estaba al frente del consenso que acabó con los principios inmutables del franquismo y redactó una Constitución con sitio para todos. Luego, el líder entró en dudas consigo mismo. Las dudas fueron incrementadas por las tensiones internas de UCD, donde los críticos, una vez a salvo en la otra orilla, propugnaban la vuelta a la derecha clásica. Querían recuperar sus perfiles de siempre y consideraban agotado el disimulo centrista, una vez concluida sin daños mayores la travesía a pie del mar Rojo.

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Además, en especial a partir de mayo de 1980, los rivales socialistas de la UCD se abstuvieron de prodigar reconocimiento alguno a Suárez, llegaron a presentarle como el último obstáculo para la consolidación democrática, en expresión de Ignacio Sotelo, y decidieron que todo les sería más fácil en el caso de que en los comicios siguientes se enfrentaran a otro póster y lo consiguieron. Entre tanto, hicieron las tareas que tenían pendientes en casa. Eliminaron la definición marxista del partido y homologaron el PSOE con las socialdemocracias europeas. Se aplicaron el cuento del SPD alemán en Bad Godesberg y renunciaron a maximalismos doctrinarios como después hicieron los socialistas franceses en vísperas de las primeras elecciones presidenciales ganadas por François Mitterrand, cuando su congreso dejó de reclamar la disolución de la Force de Frappe nuclear francesa y la dio por buena. Es decir, a su escala, el PSOE hizo los necesarios ejercicios de idoneidad. Pasaron muchos años y muchas campañas electorales desde octubre de 1982 en las que nadie dudaba de la victoria socialista ni planteaba en sus preguntas la hipótesis de la derrota. Así hasta 1993 y sobre todo hasta 1996, cuando la cuestión más reiterada era la de cómo haría el PSOE si pasaba a la oposición. Antes hizo falta, y fue muy costoso, que Aznar interiorizara la posibilidad de su victoria y que su PP se aplicara a cumplir las pruebas de idoneidad, que acudiera a la disputa electoral por el centro sociológico, donde se encuentra el caladero decisivo de los votos, y que lo hiciera de forma verosímil. Ejemplos como los anteriores tomados de las elecciones generales pueden multiplicarse también a otras escalas, locales y autonómicas. Ahí está Jordi Pujol, sin ir más lejos, que prefiere dejar de ser candidato y liberarse, una vez que ha interiorizado su derrota después de tantos años imbatible en las urnas.

Y ese parece ser el caso del Partido Nacionalista Vasco ante la convocatoria del próximo 13 de mayo. Han sido 20 años de victorias por mayoría relativa durante los cuales nadie cuestionó que de las urnas saldría su continuidad en el Gobierno con más o menos margen, con unos u otros aliados. Ahora, sin embargo, en todas las ruedas de prensa les plantean qué harían si salieran de Ajuria Enea. El Pacto de Lizarra ha sido un fiasco y los de EH acarician la idea del sorpasso (recordemos a Anguita) para alcanzar la hegemonía en el campo nacionalista pero para ello es preciso que el PNV sea desbancado del Gobierno. En cuanto al candidato del PP, Jaime Mayor, procura evitar que le dobleguen tantas dificultades, hace campaña sin complejos, define las medidas a tomar por su Gobierno y, fuera de actitudes a la defensiva, se declara abierto a incorporar al Ejecutivo de Vitoria a personalidades independientes de perfil nacionalista. Nicolás Redondo, el candidato del PSE, sortea las trampas de Arenas Bocanegra pero sabe ya que quien quiera gobernar tendrá que hacerlo con él. Y la Iglesia, por primera vez, mal vista por los etarras. Ya era hora.

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