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La cuesta de la Maruquesa

Gustavo Martín Garzo

Durante toda mi infancia acudí a un colegio de religiosos de Valladolid donde, entre otras cosas, trataban de inculcarnos el sentimiento cristiano de la caridad llevándonos a visitar a los más necesitados. Era una actividad que solía desarrollarse los domingos por la mañana, después de la misa, y que, en cierta forma, podía considerarse un antecedente de las que llevan a cabo las ONG de hoy día. Recuerdo aquellas excursiones, bajo el sol invernal, la llegada a los barrios donde vivían los pobres, y nos recuerdo a nosotros conteniendo con dificultad la vergüenza que nos daba entrar en aquellas casas sin apenas ventilar, con su permanente olor a comida, y enfrentarnos a la mirada hosca de sus moradores, que, sin duda, nos veían aparecer con el malestar apenas disimulado de quienes se ven obligados a exponer sus miserias ante la mirada satisfecha de los privilegiados, pues eso es lo que éramos un grupo de privilegiados que descendía de su reino de bienestar con la complacencia del que sabe que está llevando a cabo una buena acción. Pura estética, en definitiva, que poco o casi nada tenía que ver con el compromiso de la verdadera justicia. En fin, entregábamos nuestros paquetes de legumbres y azúcar, y salíamos a toda prisa en busca de los olores tenues y familiares de la mañana invernal, el olor de las castañas asadas en la calle, el de los churros y las pastelerías rebosantes de bollos recientes, ya con el pensamiento puesto en el aperitivo que nos tomaríamos poco después con nuestros padres en alguna de las cafeterías del centro. Pues todos nosotros éramos niños del centro, y la miseria de aquellos barrios, el barrio España, la cuesta de la Maruquesa, nos era en el fondo tan ajena como el mundo de las alcantarillas y el de las naves donde se amontonaba el ganado.

Recuerdo que una vez, al terminar una de aquellas visitas, descubrí que me había olvidado los guantes y regresé a la casa que acabábamos de abandonar. La puerta estaba entornada y entré tanteando las paredes, pues la oscuridad era casi completa. Al llegar a la cocina, vi los guantes sobre el fogón. A su lado había una niña. Tenía más o menos mi misma edad y llevaba un vestido descolorido y triste que apenas cubría una mínima parte de sus piernas tan largas como absurdamente delgadas. No intercambiamos palabra. Yo me acerqué a recoger los guantes y ella permaneció inmóvil, sin apartar ni un solo momento su mirada de mí. Una mirada de inequívoco odio. Cuando ya me estaba yendo me llamó. Tenía en sus manos uno de los paquetes de legumbres que les habíamos llevado y empezó a vaciarlo en el suelo. Continuó su acción con un segundo paquete, y luego con un tercero. A esas alturas yo estaba tan desconcertado que no pude contenerme más y salí corriendo de la casa.

Tardaría muchos años en entender aquel gesto de desafío y orgullo, ya que antes tendría que presenciar muchas cosas y hacerme numerosas preguntas. Por ejemplo, por qué en aquel colegio, donde tanto se hablaba de la caridad y el amor a los demás, se discriminaba a los niños pobres. Todos los años se celebraba con gran boato la entrega de premios en el teatro Calderón, y a esa fiesta, a la que acudían las máximas autoridades de la ciudad, obispo y gobernador incluido, no tenían acceso los niños del Grupo Escolar, que eran aquellos niños de los barrios que íbamos a visitar y que recibían una enseñanza gratuita. Es más, estos niños llevaban una vida escolar ajena enteramente a la nuestra, a pesar de estar en el mismo colegio, como si permanecieran anclados en uno de esos mundos paralelos a que tan proclives son los escritores de ciencia-ficción, pues no les estaba permitido ni siquiera coincidir con nosotros en el recreo. Con nosotros, que lo único que nos diferenciaba era haber tenido la fortuna de nacer en familias que tenían propiedades y dinero. Pero ¿por qué nos teníamos que ir tan lejos a visitar a los pobres, cuando nos habría bastado con cambiar de patio para estar con ellos? Estas preguntas, se sumaban a otras innumerables, y siempre, detrás de todas ellas, cuando me las hacía, estaba el gesto y la mirada de aquella niña arrojando al suelo los alimentos que les acabáramos de llevar, como si me estuviéra diciendo que ellos, los pobres, eran algo más que esas figuras, los pastores, las lavanderas, los campesinos, que adornaban los belenes que en Navidad poníamos en nuestras casas. Figuras, en suma, de las excursiones humanitarias de los ricos.

¿Han cambiado tanto las cosas para que podamos decir que estas impresiones pertenecen al pasado? No lo creo. Ya que en el mundo que vivimos, y de una forma más escandalosa que nunca, puesto que estamos en el tiempo de la abundancia, sigue habiendo multitud de gentes necesitadas. Gentes que no tienen dinero para vivir, o que sufren diversas y lamentables taras físicas, intelectuales, o de marginalidad social. Y me temo que nuestro mundo civilizado y razonable, antes que tratar de enfrentarse de verdad al terrible problema, se conforma con encontrar pequeñas soluciones parciales que acallen su mala conciencia. Por ejemplo, apoyando a instituciones en que jóvenes desinteresados entregan su tiempo y su entusiasmo a la tarea de ayudar a los demás. Y es admirable que lo hagan, porque no hay espectáculo más hermoso que el de la generosidad. Pero me pregunto si es bastante, y si de verdad estamos comprometidos con la resolución de estos graves problemas, pues basta que un hombre sufra sin recibir la ayuda de nadie para que la humanidad entera, y toda nuestra feliz y autosatisfecha cultura democrática, quede bajo sospecha.

No creo por eso que baste la bondad. Aun más, asistir a alguien que sufre nos obliga a preguntarnos por la razón de ese sufrimiento, y si podemos evitar que otros sigan la misma suerte. Esas preguntas no han desaparecido del mundo que conocemos. Son preguntas que nos hacen mirar más allá de nuestra autosatisfacción y preguntarnos por el sentido mismo de nuestro paso por este valle de lágrimas que tantas veces es la vida del hombre. ¿Por qué tenemos que morir, por qué existe el dolor, la desigualdad, por qué hay niños que nacen deformes, enfermedades terribles que llevan la desgracia a familias enteras, por qué algunos hombres y mujeres caen en el feroz territorio de la locura, y por qué mientras unos países nadan en la abundancia otros viven en la indignidad y la miseria más absoluta? La naturaleza no es justa, y bien podemos decir que, antes que de la existencia de Dios, por todos los sitios parecen encontrarse pruebas de lo contrario. El sida se extiende como un demonio por África, donde mueren millones de indigentes, y los terremotos y huracanes devastan sobre todo las tierras y las posesiones de los más desfavorecidos. La naturaleza, que nos impone enfermedades y miseria, es indiferente y cruel, pero lo que nos define como hombres es el deseo de corregir sus excesos. Es decir, el sueño de la justicia. Bien mirado, ése era el antiguo y verdadero sentido de la caridad. Que antes que nada implicaba el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro. No sólo por un deseo de justicia, sino de autorrealización personal. Es un principio que se repite hasta la saciedad en el Nuevo Testamento, y en los cuentos populares, y remite a esa antigua idea, que vemos aparecer, como ha visto John Berger, por ejemplo en la obra de Charles Dickens o en la pintura de Ribera, de que los pobres y desprovistos de poder saben cosas de la vida que los pudientes y poderosos ignoran. Hoy, sin embargo, asistimos a la aparición de un nuevo tipo de pobreza, que nada tiene que ver con la escasez generalizada. Vivimos por primera vez en un mundo con un ritmo productivo que permitiría subsistir a todos los seres humanos. La pobreza actual está conectada con las divisiones económicas y no con la carencia. Hoy día domina un falso discurso de progreso neoliberal, cuando la única verdad es que un 85% de la población mundial es cada día más pobre a costa de ese 15% que acumula descomunales fortunas.

No deja de ser extraño que ese mismo mundo, y los poderosos que defienden la pervivencia de tal reparto, permitan sin problemas la existencia de organizaciones humanitarias. No sólo lo permitan, sino que celebren su existencia como si hubieran sido su mejor invención. ¿No es sospechoso que sea así? Aún más, ¿no debería hacernos reflexionar sobre las razones que les mueven a esa conformidad? ¿Seguimos acaso llevando paquetes de garbanzos, los domingos por la mañana, a la cuesta de la Maruquesa? De hecho, si todas estas organizaciones son tan necesarias es porque algo falla en la organización de la sociedad, en la justicia de los hombres, y preguntarse por qué es reivindicar un mundo donde la libertad no tenga que estar reñida con la solidaridad. Era eso lo que quería decir la niña de mi recuerdo infantil con su gesto de tirar los garbanzos. 'No sabes lo que es vivir aquí'. No es cierto que la reflexión política no tenga nada que ver con esto. Es más, creo que hoy día es más necesaria que nunca, pues nos enseña a ponernos en lugar de los otros. A ser conscientes de su sufrimiento y sus carencias, pero también a recoger de sus manos el don de la alteridad. Ya que todo lo que somos lo tenemos que recibir de otras manos.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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