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IMPUESTOS
Columna
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Fraude de ley y delito fiscal

Hace no mucho tiempo tuvimos ocasión de decir que el fraude de ley tributaria no implica la actitud (infractora) de no pagar lo debido, sino la realización de cualquier hecho, acto o negocio jurídico, que permita, simplemente, no tener que pagar, o pagar menos, al amparo de una norma dictada con finalidad distinta de aquella que con su aplicación se pretende.

Decíamos que los negocios celebrados en fraude de ley son lícitos y válidos, es decir, son operaciones legales de las que sólo se reprocha un resultado distinto al que debería producirse si la misma operación se hubiera efectuado en circunstancias normales atendiendo a su verdadero objeto. ¿Y cómo se resuelve esta conducta? Muy sencillamente, como dice el articulo 24.3 de la Ley General Tributaria, en las liquidaciones que se realicen en aplicación del expediente especial de fraude de ley tributaria se aplicará la norma tributaria eludida y se liquidarán los intereses de demora que correspondan sin que a estos solos efectos proceda la imposición de sanciones. ¿Y qué quiere decir la Ley General Tributaria? Muy sencillo también. Que el legislador no considera que las conductas realizadas en fraude de ley tributaria sean constitutivas de infracción de modo que considera suficiente la restitutio in integrum, es decir, la regularización de la situación tributaria del contribuyente aplicando la norma eludida para evitar, en su caso, la ventaja fiscal. Y ello porque asume las dificultades interpretativas que, en ocasiones, surgen de la libertad de los particulares para elegir los negocios y las figuras jurídicas más oportunas para el fin que se pretende, aún cuando éste sea el de disminuir lícitamente la carga tributaria. Se ha dicho, y con razón, que el fraude de ley es un supuesto ajeno al mundo de la ilegalidad tributaria.

Bien está que el legislador haya decidido evitar que alguien pueda beneficiarse de alguna ventaja fiscal mediante la aplicación de una norma (de cobertura) cuya finalidad es otra distinta a la que se pretende conseguir a su amparo, pues es propio de cualquier técnica desgravatoria que su beneficiario sea legítimo en orden al correcto cumplimiento del exigible deber de contribuir, como también es justo que la pena que a tal conducta corresponda sea la regularización de la situación mediante la aplicación de la norma correcta, pues es ésta y no otra la disciplina que exige la ley al no existir ocultación de la realidad. Se trata de actos reales que se amparan en una norma que no les corresponde, pero no suponen una evasión consistente en ocultar una realidad.

Es sabido que el delito tributario es una norma penal en blanco que se integra por las normas tributarias hasta el punto de que la mejor doctrina ha considerado que la diferencia entre el ilícito administrativo y el ilícito penal es meramente cuantitativa, de suerte que el delito fiscal constituye una infracción cualificada que, por el mayor desvalor del resultado, merece especial reproche, pero bien entendido que el resultado (perjuicio patrimonial) debe ser consecuencia, como digo, de una conducta disvaliosa, de modo que la punibilidad de una conducta requiere que ésta sea constitutiva de infracción administrativa, lo que no sucede en el fraude de ley por no tratarse de un supuesto de evasión (u ocultación), es decir, por no existir infracción tributaria y, en su consecuencia, conducta sancionable.

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