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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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Michel Piccoli

El pasado domingo, Michel Piccoli recibía en Taormina, de manos de su alcalde, el Premio Europa del teatro. Dotado con 60.000 euros (unos 10 millones de pesetas), considerado, un tanto alegremente, por la prensa italiana como el Nobel de las artes escénicas, el Premio Europa nació en 1986, aupado y ricamente subvencionado por la Comunidad Europea, y más concretamente por quien era, a la sazón, su comisario de Cultura, Carlo Ripa di Meana. A lo largo de sus tres lustros de historia el galardón ha recaído sucesivamente en algunos nombres indiscutibles de los teatros europeos, y no europeos, de la segunda mitad del siglo XX, como son Peter Brook, Giorgio Strehler, Pina Bausch y, si me apuran, Robert Wilson; y luego otros, de un peso específico considerable, como Ariane Mnouchkine, Heiner Müller, Luca Ronconi y el ruso Lev Dodin, pero tal vez no tan indiscutibles, y más teniendo en cuenta que el jurado del Premio Europa todavía no se ha dado el gustazo de premiar a Ingmar Bergman (tal vez porque el sueco, recluido en su isla, es poco amigo de homenajes, y menos aún de viajar).

A Michel Piccoli le han dado el Premio Europa. Parece que para el jurado se han acabado los 'metteurs en scène' para dejar paso a los cómicos

Michel Piccoli (París, 1925) es, pues, el primer actor, actor por antonomasia, que recibe el Premio Europa del teatro. Elección que me invita a pensar que, para el ilustre e ilustrado jurado de patums que controla el premio europeo, se han acabado ya los metteurs en scène -¿y Stein, Chéreau, Pasqual e tutti quanti?- para dejar paso a los cómicos. Elección que me invita a pensar, como es el caso de Piccoli, que al ser el cómico una figura del teatro y del cine -más de 170 películas hasta la fecha-, ello permite abaratar la parafernalia del premio-festival programando filmes en vez de montar, resucitar, algunos espectáculos memorables de elevado coste (como se hizo con Strehler, Pina Bausch y Dodin). Elección que también invita al glamour y atrae a los paparazzi, más atentos al sonoro beso que Jane Birkin le dio a Piccoli que a las consideraciones que éste hizo sobre su trabajo con Peter Brook, a raíz del montaje de El jardín de los cerezos. Elección, por último, que me hace augurar, para futuras ediciones del premio, una Taormina infinitamente más glamourosa, más cercana a la Taormina de la década de 1950, del Bar Mocabo, el de la Taylor y Richard Burton, hoy visita obligada de los vikingos y las walkirias del Inserso europeo, que consumen, a guisa de penitencia, un té con una nube de leche o, en el peor de los casos, una coca-cola light. Una Taormina en la que José Luis de Vilallonga le dirá a Jeanne Moreau: 'Tú has sido la mujer de mi vida', y ella, en el caso de acudir a recoger los 60.000 euros, le responderá: 'Cállate, tonto', para acto seguido invitarle a subir en un Rolls de mazapán y purpurina -obsequio del premio-festival- y juntos, tras atravesar a 60 kilómetros por hora la Piazza IX de Aprile de Taormina, lanzarse, despeñarse hacia la mar, mientras los paparazzi disparan sus cámaras.

Desde 1986 hasta 2000 he ido a Taormina, al Premio Europa, por trabajo, con la Lettera 35 de la Olivetti envuelta en el pijama, dispuesto a sacrificar una noble botella de la no menos noble bodega del Duca di Salaperuta por ir a entrevistar a un posible genio veinteañero del teatro montenegrino que jamás había probado una copa de tinto. En esta ocasión he ido por vicio, sin mi querida Lettera 35, sin obligación alguna, sin Dieu ni Maître. Tan sólo para ver cómo sienta Taormina ligero de equipaje, y también por amistad con Michel Piccoli.

A Piccoli, mira por dónde, no le conocí ni en La Coupole, ni en la filmoteca de la Rue d'Ulm, ni en un mitin en la Bastilla, ni tomando babás y bebiendo tequila en el apartamento de los Barrault. Le conocí en Barcelona. En un estanco de la Rambla de Catalunya, subiendo a mano derecha, cerca de la avenida Diagonal, enfrente del Doria. Hoy no existe el estanco ni existe el Doria. Piccoli compraba montecristos del 5 y yo del 4. Le saludé, me presenté y le pregunté qué hacía en Barcelona. Me dijo que había venido a pasar unos días en la casa de su cuñado, Alberto Puig-Palau. Así que Piccoli era el cuñado de mi buen amigo Alberto Puig, el tío Alberto de la canción de Serrat. Y así era, efectivamente: la mujer de Alberto y la de Piccoli eran hermanas. Al día siguiente estaba yo en casa de Alberto cenando con Piccoli. A la sazón, a mediados de la década de 1970, Piccoli ya era un actor de primerísima fila, pero recuerdo que la conversación, que duró hasta la madrugada, versó sobre sus comienzos, y, concretamente, sobre el mítico Théâtre de Babylone, en el 38 del bulevar Raspail, en el que Piccoli, junto a Eléonore Hirt, había interpretado Señorita Julia, de Strindberg. Eso debía de ocurrir en 1952, más o menos cuando nosotros representábamos nuestro Congreso Eucarístico Internacional. Yo me alucinaba. Luego Piccoli nos contó el estreno de En attendant Godot, en aquel mismo teatro, el año 1953, bajo la dirección de Roger Blin. Piccoli se sabía de memoria los titulares de la prensa al día siguiente del estreno. Recuerdo uno: 'M. Samuel Beckett parle comme un concierge qui sortirait de Normale Supérieure avec une indigestion de Kafka'. Piccoli lo decía despacito, muy despacito, enfatizando la voz y comiéndose la f de Kafka. Alberto y un servidor nos partíamos de risa.

En Taormina, Michel Piccoli ha hablado la tira de teatro y de cine. Con sabiduría y encanto. Yo me mantenía al acecho, aguardando que, de un momento a otro, apareciese aquel Piccoli que conocí en Barcelona, en casa de su cuñado Alberto Puig-Palau. Y apareció. Fue hablando de política o, mejor, de los políticos. Refiriéndose a los austriacos, al nazismo latente de ciertos austriacos, citó la frase de su amigo Fritz Lang, quien solía decir: 'Je ne suis pas autrichien; je suis un autre chien' (es decir: no soy austriaco, soy otra clase de perro -se supone que más noble o más pacífica-). Y, acto seguido, cuando uno del público le preguntó por qué él y sus compinches de la izquierda llamaban fascistas a los de la derecha, Piccoli, con una sonrisa en los labios, le respondió: 'La derecha italiana no es fascista: es ¡Ber-lu-sco-niana! Y vuestro Berlusconi es un gángster. Y digo esto porque la elección, dentro de pocos días, de vuestro primer ministro interesa a la política francesa tanto como a vosotros, razón por la cual me permito de hablar, aquí, de la política y de los políticos italianos. Vuestro presidente de la República pesa tanto para Francia como vuestro presidente [Chirac] para Italia. Hoy por hoy, nada, ni nadie, en la Comunidad Europea, pertenece a una sola nación. No lo olvidemos'.

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¿Quién se atrevería a afirmar que Michel Piccoli no se ha ganado sobradamente el Premio Europa del Teatro?

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