Amenazados por la cazuela
El consumo anual de caracoles en la región se eleva a unas 6.000 toneladas
El aprovechamiento alimenticio de los caracoles se remonta a la prehistoria, como demuestran las conchas halladas en numerosas cuevas habitadas por nuestros antepasados. En épocas más recientes, y sobre todo en Francia, su consumo pasó de ser considerado un hábito de pobres a convertirse en distintivo de las clases más pudientes. Hoy constituyen un alimento popular y asequible, lo que también ha provocado una tremenda presión sobre sus poblaciones silvestres, sobre todo en aquellos municipios donde su recolecta es una fuente alternativa de recursos económicos.
En toda la región habitan alrededor de un centenar de especies de caracoles, aunque, desde el punto de vista gastronómico, sólo se aprovechan las cabrillas (Otala lactea), burgajos (Helix aspersa), chapas (Iberus gualterianus) y, sobre todo, los caracoles chicos (Theba pisana). A petición de la Consejería de Medio Ambiente, la situación de estos animales ha sido estudiada por el biólogo José Ramón Arrébola, investigador de la Universidad de Sevilla, que ha detallado en su trabajo las peculiares características de este floreciente mercado.
En Andalucía occidental, donde se concentra el consumo de estos moluscos, las poblaciones silvestres no son capaces de abastecer la fuerte demanda por lo que, desde hace unos 20 años, se viene recurriendo a las importaciones del norte de África, cuyo volumen no deja de crecer. En la comarca sevillana de las Marismas, y en las gaditanas de La Janda, el Campo de Gibraltar y la Sierra, se capturan todos los años unas 1.500 toneladas de caracoles chicos, mientras que, procedentes de Marruecos, llegan otras 5.000 toneladas. Sólo en lo que se refiere a esta especie, y según los cálculos de Arrébola, el mercado mueve unos 2.000 millones de pesetas anuales.
Del resto de variedades comestibles apenas se tiene información ya que, como detalla el trabajo de este biólogo, 'se trata de una actividad comercial poco transparente, ligada a la economía sumergida y carente de una regulación sanitaria específica'. Aun así, se estima que cada andaluz consume al año unos 800 gramos de caracoles, cifra que nos acerca a los hábitos de Francia, donde el reparto alcanza un kilo por habitante y año.
Aunque algunos autores consideraban que determinadas poblaciones de caracoles autóctonos podrían llegar a desaparecer si no se ordenara su aprovechamiento, Arrébola aclara que, en Andalucía, 'ninguna especie de caracol terrestre debería ser incluida en el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas, con excepción de Iberus gualterianus, al que sí debería considerarse en peligro de extinción'. Esta variedad, conocida popularmente como chapa, es un valioso endemismo que, en toda España, sólo habita en enclaves reducidos de algunas sierras jiennenses, granadinas y almerienses, y que hoy, a pesar de ser comestible y muy apreciado, apenas se recolecta por su escasez.
En cualquier caso, las capturas incontroladas han provocado una notable disminución de efectivos en numerosas zonas por lo que, sin llegar a otorgar protección legal a estas especies comestibles, sí que sería necesario dictar normas que regularan esta actividad. No sólo está en juego la conservación del recurso, sino también su calidad.
Ajustándose a las preferencias de los consumidores, la recolección de caracoles chicos se concentra entre abril-mayo y julio-agosto. En este caso, la demanda coincide con la época más propicia para capturar a estos animales, tanto por su abundancia como por las condiciones higiénico-sanitarias que presentan en ese momento de su ciclo vital. Las técnicas de captura, poco selectivas, suelen causar, sin embargo, daños en la vegetación.
No ocurre lo mismo con las cabrillas y burgajos, cuya recolecta se distribuye a lo largo de todo el año, por lo que no se respetan los momentos más sensibles de su desarrollo ni los parámetros de calidad y salubridad más adecuados. Arrébola adierte: 'Su consumo es potencialmente peligroso y su explotación poco racional'. El procedimiento de captura es, en lo que se refiere a estas especies, menos dañino, ya que se suele operar de noche, con ayuda de una fuente de iluminación y retirando los ejemplares a mano y uno a uno. Por este motivo, una persona puede llegar a recolectar hasta cinco kilos de caracoles chicos por hora mientras que en idéntico periodo de tiempo apenas alcanza el kilo de cabrillas.
sandoval@arrakis.es
Cultivo en granjas
La única manera de atender, con ciertas garantías de futuro, el fuerte consumo de caracoles que se registra en Andalucía es dictando normas que regulen la recolección de estos animales y, al mismo tiempo, desarrollando su cría en granjas. Ni siquiera las importaciones permiten garantizar la disponibilidad de este alimento ya que, como detalla Arrébola, 'la procedencia natural del caracol marroquí y el ritmo actual de explotación al que está sometido son factores que no tardarán en incidir en las poblaciones silvestres del país vecino'. En las conclusiones del trabajo de este biólogo se propone un plan para el desarrollo de la helicicultura en Andalucía, dividido en cuatro fases y en el que se implicarían las universidades de Sevilla y Cádiz, las consejerías de Medio Ambiente y Agricultura y la Mancomunidad de Municipios de La Janda (Cádiz). La primera fase estaría dedicada al diseño de esta iniciativa, y apenas ocuparía cuatro meses. En una segunda etapa, que se prolongaría entre cinco y seis años, se pondrían en marcha instalaciones experimentales para la cría de estos animales, desarrollando las técnicas adecuadas para el mejor rendimiento de cada especie. La tercera fase, con una duración de dos años, permitiría explorar las posibilidades comerciales del producto y la mejor manera de organizar su mercado. Por último, y en la etapa final, se apoyaría la expansión del modelo desarrollado a través de un Instituto de Actividades Helicícolas, concebido como centro de formación, asesoramiento e investigación. Con algo menos de 50 millones de pesetas podrían atenderse las principales actuaciones previstas en esas fases iniciales, una cantidad razonable si se tiene en cuenta el rendimiento que podría obtenerse de un recurso muy importante para la economía de algunas comarcas rurales y que podría exportarse a zonas que ya lo están demandando como Cataluña, Aragón o Cantabria, además de la vecina Portugal.
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