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Columna
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El sueño del recogepelotas

En la Semana de la Pasión ha sido la pasión de la semana: dice Guardiola que se va y los investigadores se esfuerzan por interpretar la noticia; buscan a la vez un móvil concluyente que explique su decisión y una clave que explique su figura. El primer empeño es sencillo; un tipo como él, con treinta años y un aura de lealtad a su empresa, nunca pondrá en juego su escudo en una oscura discusión sobre porcentajes ni aceptará el papelón de pelearse con el jefe por algunas monedas. Se va, pues, por dos necesidades básicas: la de seguir siendo futbolista y la de seguir siendo Guardiola.

Su figura es el resultado de la fusión de dos sueños. Uno lo tuvo Cruyff en su etapa como entrenador, cuando identificó un equipo de fútbol con un tiovivo. Mientras buscaba un eje de giro, es decir, un medio-centro, Pep comenzaba a incubar sus propios planes. Entonces oficiaba de recogepelotas en los partidos de competición del Camp Nou, de manera que, vestido con el uniforme de sus ídolos, vio desmarcarse cientos de veces a Maradona como vio levantar la cabeza cientos de veces a Schuster para buscar la mejor línea de pase. En aquel ejercicio de morderse los labios para no gritar 'dásela ya, dásela ya' se inspirarían muchos de los recursos que luego le acreditaron como futbolista orquestal.

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Esa ansiedad por aprovechar rápidamente espacios y esfuerzos determinó para siempre su estilo. Desde muy pronto fue el jugador especial que sabía exactamente adónde debería enviar la pelota antes de haberla recibido. Esta facilidad para concebir el fútbol como un problema de anticipación tuvo varios efectos cruciales: transformó su equipo en una máquina electrónica por cuyo tablero el balón se movía en sucesivos chispazos, metió el juego en un acelerador de partículas, y le infundió aquella tensión envolvente con la que soñaba Cruyff.

Hasta su decisión de convertirse en emigrante, sólo careció de la osadía del aventurero que tanto había distinguido a algunas de sus grandes estrellas. Hace tiempo, mientras se rumoreaba una oferta del Real Madrid, alguno de sus amigos más calaveras le hacía una sugestión indecente.

-Verás: tú fichas por el Madrid, aguantas el chaparrón, repartes el juego, la situación se estabiliza, y un día vas y marcas un gol. ¿Qué ocurre entonces? Pues que, siguiendo la moda, lo festejas alzando la camiseta. Y, ¿qué aparece debajo? Pues nada de foto del niño o de la novia: la camiseta del Barça. Ya sólo te quedaría correr a celebrarlo en el Fondo Sur. Entonces, tatachán, se obrarían varias maravillas: se helaría el Bernabéu, se licuaría la sangre de san Pantaleón y, quién sabe, se cerraría por fin el Estado de las Autonomías.

Te faltó valor, Pep. Lástima que seas un chico tan sensato.

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