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Columna
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Un 'Aberri Eguna' andaluz

Estas vacaciones de Pascua, mi amiga Clara y yo nos hemos venido a Sevilla. Aquí, entre nazarenos o cofrades, pasos o procesiones, manzanillas o finos, y muchas flores, hemos montado nuestra particular liturgia.

Por la noche, acodadas en un mostrador o sentadas en una terraza al borde del Guadalquivir, y bien acompañadas por unos tradicionales vinos con sus correspondientes tapas, han llegado los recuerdos. Porque lo que para los judíos es la Pascua y para los cristianos la Resurrección, para irlandeses y vascos es nada menos que el día en que resucita la Patria, esto es, Aberri Eguna. Para nosotras, muchas emociones y otras tantas aventuras vividas en nuestra juventud.

Todo empezó cuando teníamos doce años y Clara con gran misterio vino a hablarme de D. Claudio. Un cura que, decían, estaría en la cárcel salvo porque era carlista. Fue nuestro primer acto clandestino, acudir a misa mayor de San Antón, diciendo a nuestros padres que íbamos al colegio. Con la vieja iglesia a rebosar, esperamos junto a una columna el momento de la aparición de D. Claudio. Su presencia era tan imponente que parecía difícil que el púlpito no se viniera abajo con su peso. Pero aún más impresionante fue su voz. Como un trueno retumbó en la bóveda cortándonos la respiración: -'¡Euskalherria..!'- Un escalofrío nos recorrió el cuerpo. En ese momento podría haber sucedido cualquier cosa. Pero no recuerdo bien lo que vino después. Algo de que los vascos éramos de siempre devotos de la Virgen. Aunque el resto carecía de importancia. Habíamos recibido un sacramento y lo sabíamos. Al terminar la misa, D. Claudio se dirigió con sus amigos al otro lado de la calle, al Vicandi, a comer cordero. Y nosotras volvimos a casa ungidas del misterio.

Nuestro siguiente recuerdo es de tres años después. Ya éramos mocitas y estrenábamos vestido. Nos confabulamos con otra amiga para salir las tres vestidas de rojo, blanco y verde, una de cada color. Ya sabíamos que aquello nos podía traer algún disgusto si nuestros padres -o las monjas- se enteraban. Nos citamos en el tontódromo y empezamos las tres a desfilar cogidas del brazo. No llegamos muy lejos. Un guardia de enorme abrigo gris y bigote de asustar, nos cortó el paso y, con maneras nada galantes, nos mandó de vuelta a casa, cada una en una dirección. Esa fue nuestra primera mani, cuando aún no se habían inventado las otras.

Hasta la de Irún. Iba a cumplir 21 años y había empezado a salir ya con Felipe. Mi padre descubrió nuestros planes y, en vez de oponerse (y que no le hiciera caso), nos buscó alojamiento en casa de un cliente suyo, en la avenida de Francia, entre Irún y la frontera. Allí vivía el escultor Oteiza. Recuerdo aquella barandilla como una línea trazada en el aire por su mano. Y recuerdo sobre todo aquella noche sentada en el suelo, escuchándole fascinada disertar sobre el vacío y la pregnancia de la obra de arte. Y una frase, que entonces no entendí y después no he dejado de recordar: 'nuestro verdadero problema no es Franco sino la enfermedad que padecemos los vascos'. Descansamos pocas horas en sacos de dormir sobre la alfombra y, por la mañana, el incansable Oteiza, me instaló en la parte de atrás de su Lambretta y fuimos a 'reconocer el terreno'. Nunca había visto tantos grises y guardias civiles. Y tantos fusiles; como en una película de guerra. Regresamos a la casa y más tarde ya no nos dejaron pasar. Pegados a la radio supimos que un manifestante había sido herido de bala. Me abracé a Felipe por primera vez y nos besamos.

La voz de mi amiga me ha hecho regresar: -Dios mío, Ainhoa, ¿te has dado cuenta de cómo está este fino?- Ha sucedido de repente. Como un claro que se abre entre las nubes, la alegría del lugar nos ha invadido, rasgando los recuerdos y contagiándonos. -Clara, qué bien se está aquí ¿no podríamos quedarnos? Nos levantaremos temprano a sentir el frescor de la mañana, el olor de las flores; y, sobre todo, a asistir al estallido de la luz, de esta otra vida.

Es cierto que perderemos el Aberri Eguna, pero hemos encontrado la Resurrección de la Primavera. Ya habrá tiempo de volver a la Euskadi de la Pasión, donde añoro mi cama y algunas otras cien cosillas.

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