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LA CRÓNICA
Columna
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Pínchame, que me gusta

Si alguien se acercó entre 1978 y 1998 a la sala Bagdad de Barcelona, seguro que se acuerda de un faquir que se clavaba un gancho en el prepucio del que colgaba una campana de 20 kilos que hacía sonar tranquilamente. Casi siempre corría un poco de sangre porque Kumar, el faquir, nunca se pinchaba en el mismo sitio. Además, ante la mirada de estupor del público, su miembro -previamente encogido para no dañar la parte más sensible- tiraba de un sillón de dentista con algún voluntario encima y lo hacía rodar por el escenario. Kumar recuerda, por ejemplo, a Terenci Moix saliendo corriendo de la sala al llegar a este punto del espectáculo.

Algo de todo esto llevaba ya en la sangre Kumar en sus años mozos, cuando se llamaba simplemente Martí Cufí y ayudaba a su padre, carnicero de Castelló d'Empúries, en los trabajos de matarife. Tampoco fueron en balde sus años de reclusión en el seminario de Girona, donde el sonido de la campana se le clavó para siempre en la memoria. Como se le clavaban también -y esta vez físicamente- los cilicios que cada año, por la Fira de Sant Narcís y para ahuyentar los malos pensamientos de la fiesta, le traía su director espiritual en una maleta: fajas metálicas con púas, camisetas de piel de cabra que picaban un horror, látigos, muñequeras con ganchos... Para Kumar, el dolor siempre tiene un límite: de allí no pasa; se trata de conocer ese punto y no asustarse. Un faquir necesita el dolor porque es el que marca la dirección del clavo.

Esta es la historia de Kumar. Se trata de aquel faquir de la sala Bagdad que con un gancho clavado en el prepucio tiraba de un sillón de dentista con algún voluntario encima

Una vez fuera del seminario, Martí Cufí quería nuevos horizontes y se instaló en Barcelona, donde trabajó en el zoo alimentando insectos y como taxidermista. Hasta que un día descubrió que los zarpazos de pantera no eran tan dolorosos como pensaba; es más, la raya que separa el dolor del placer es tan mínima que a veces llega a confundirse. Todo eso lo descubrió en el año 1974, cuando se llevó a su casa una cría de pantera medio muerta. Su gata, que en aquellos días acababa de parir, la resucitó tratándola como a sus cachorros; la pequeña pantera jugaba con toda la familia y así fue creciendo hasta convertirse en una pantera adulta que no cabía en casa y Martí tuvo que devolverla al zoo. Pero, maltrecha de una pata, no podía exhibirse y acabó convirtiéndose en el abrigo de la mujer del responsable de parques y jardines de Barcelona de aquel entonces. Martí no pudo impedirlo porque ya no podía volver a resguardarla en su casa, pero el asunto trajo cola y la prensa -que él guarda con primor- se hizo eco del escándalo.

A esa experiencia le siguieron otros siete pumas, chimpancés... cualquier cachorro era bienvenido en casa de Kumar y con ellos experimentaba sus mordiscos y zarpazos que, combinados con el yoga y la relajación, le harían faquir. Pero con el boom del destape, el público quería carne -y no precisamente de pantera- y tuvo que ingeniarse otro espectáculo. Un día se encerró en el cuarto de baño, se clavó un gancho en el prepucio y tiró de una banqueta. La suerte estaba echada y Kumar triunfaría en medio mundo con su impecable número de la campana.

Durante 20 años fue una de las atracciones más fuertes de la sala Bagdad. En los últimos tiempos, animado por la directora, compró cinco serpientes pitones y elaboró un número con ellas que hacía las delicias del público, aunque, según confiesa Martí, los animales le merecen más respeto que las personas y no se sentía a gusto utilizándolas. Las pitones vivían -y aún viven- con él y su familia, y Kumar las cuidaba como a un miembro más. Finalmente, abandonó el Bagdad y se dedicó a un año de vacaciones voluntarias. ¿Perdería la práctica? 'Ni soñarlo', decía Kumar. 'Esto es como ir en bici: siempre queda'.

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Después del año sabático, Kumar volvió al ruedo y presentó su espectáculo en salas de fiesta de toda España. Los números eran -y son- los mismos que los de Bagdad, pero más elaborados porque ahora tiene más tiempo para actuar. El número de la campana sigue vigente, igual que el de la silla de médico, pero utiliza más el fuego y los cuchillos. Las serpientes continúan en casa y no se plantea utilizarlas nunca más. Le quedan cuatro y dice que quizá venderá alguna a su colega Kirman.

Kumar es de costumbres muy sanas, y los fines de semana le encanta pasear en bicicleta con su familia. Pero la mala fortuna le llegó el pasado noviembre, cuando un coche le arrolló mientras paseaba tranquilamente en bicicleta por la Villa Olímpica. El golpe fue seco; ni un rasguño, nada roto, pero le ha dejado sin el sentido del gusto y el olfato. Ahora está luchando para conseguir una indemnización justa. Cuenta que el gusto no le importa tanto como el olfato, porque algún día podría quemarse la casa o haber un escape de gas y él no notaría ningún olor. Ahora para Kumar todo tiene el mismo sabor -o sea ninguno-, pero en cada plato recuerda el gusto que saboreaba antaño y revive los guisos de su madre como si fueran reales.

Martí Cufí es un hombre inteligente, que vive al día y es por naturaleza optimista. Trabaja en primavera, y el resto del año, aparte de estar involucrado en una empresa de espectáculos, se dedica a cuidar a sus serpientes, a visitar a sus hijos en el trabajo -un bar cerca del Bagdad- o a acompañar al más pequeño a la escuela. Kumar aparenta ser un tipo feliz, que ya es mucho en esos días.

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