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El espíritu (tecnológico) de nuestro tiempo

El Consejo de la Unión Europea acaba de presentar una propuesta de Programa Marco de Investigación y Desarrollo Tecnológico para el periodo 2002-2006. Su lectura es muy interesante y contiene elementos sobre los que es preciso reflexionar.

Destacan por encima de todo las áreas (siete) temáticas preferentes seleccionadas: 'Genómica y biotecnología para la salud'; 'Tecnologías de la sociedad de la información'; 'Nanotecnologías, materiales inteligentes y nuevos procesos de producción'; 'Aeronáutica y espacio'; 'Seguridad alimentaria y riesgos para la salud'; 'Desarrollo sostenido y cambio global', y 'Ciudadanos y gobernación en la sociedad europea basada en el conocimiento'. Los comentarios que acompañan a cada una de ellas no dejan duda acerca de su orientación general. Unos pocos ejemplos bastarán para reconocer cuál es.

Así, en 'Genómica y biotecnología para la salud', y tras hacer referencia a la necesidad de profundizar en el 'conocimiento fundamental y herramientas básicas para genómica funcional', enseguida se explicitan los principales objetivos perseguidos, entre los que figuran: aplicaciones del conocimiento y tecnologías al campo de la genómica y biotecnología para la salud, y del conocimiento y tecnologías de la genómica médica a la lucha contra el cáncer, enfermedades degenerativas del sistema nervioso y enfermedades cardiovasculares. Está claro que las aplicaciones, la 'tecnología' con claros rendimientos económicos y sociales, y la genómica constituyen el núcleo duro del área, no importa que también se señale que 'se seguirá un enfoque más amplio con respecto a combatir las tres enfermedades infecciosas ligadas a la pobreza (sida, malaria y tuberculosis)'.

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La importancia adjudicada a la genómica requiere un comentario aparte. Es evidente el interés del estudio de los genomas de especies animales (la humana entre ellas) y vegetales. Un interés que abarca multitud de campos, desde los más básicos (comprender, por ejemplo, mediante análisis comparativos, la historia de la vida sobre la Tierra, que incluiría una teoría de la evolución con un grado de precisión y seguridad nunca antes alcanzado) hasta los más aplicados, entre los que se encuentran aquellos que proporcionarán instrumentos para combatir enfermedades. Sin embargo, tal vez sean demasiadas las promesas que se están haciendo, en particular por muchos de los científicos más directamente implicados (esto es, interesados). Convendría no olvidar que ese espléndido dominio científico no agota el universo de temas merecedores de atención, y darse cuenta de que se cometería una grave equivocación marginando a su costa otros campos. Hace unos días -es un ejemplo entre muchos otros posibles- la Sociedad Europea de Neurociencias se quejaba de que, al contrario de lo que ocurría en el V Programa Marco, la neurociencia no se menciona, salvo en una frase un tanto marginal, en la presente propuesta, y el presidente de la Sociedad Española de Neurociencia señalaba que su disciplina también ha desaparecido de la lista de las áreas prioritarias del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica español para el 2001-2003. Y si hay problemas científicos aún abiertos, para los que no se dispone ni siquiera de un atisbo de teoría unitaria, ése es el cerebro.

Pasando ahora al área de las 'Tecnologías de la sociedad de la información', el noble -y obligado- propósito de desarrollar los instrumentos tecnocientíficos que 'permitan a los ciudadanos europeos de todas las regiones de la Unión Europea la posibilidad de beneficiarse completamente del desarrollo de la sociedad basada en el conocimiento' acompaña al de 'estimular el desarrollo en Europa de tecnologías y aplicaciones centrales en la creación de la Sociedad de la Información para aumentar la competitividad de la industria europea'. En concreto, se apunta que la Unión Europea 'movilizará a la comunidad de investigadores en iniciativas seleccionadas, tales como el desarrollo de la próxima generación de sistemas de comunicación móvil'.

En la era en que las posibilidades de ampliar sustancialmente el conocimiento del Universo, los temas que la Comisión Europea menciona en 'Aeronáutica y espacio' son abrumadoramente industriales, marcados por el hecho de que, 'en un entorno competitivo cada vez más exigente, las necesidades previsibles en la aviación mundial corresponden a alrededor de 14.000 nuevos aviones en los próximos quince años, representando un mercado de aproximadamente un billón de euros'. ¡Y qué decir de la 'Seguridad alimentaria y riesgos para la salud'! Ya en la primera página del Proyecto se declara: 'Tal y como ha puesto de manifiesto en particular la crisis de la encefalopatía espongiforme bovina y otros desarrollos en el área de la seguridad alimenticia, la UE está enfrentándose ahora y con toda probabilidad tendrá que enfrentarse en el futuro a cada vez más problemas que afectarán significativamente a la economía, sociedad y ciudadanos, y para los cuales la ciencia tendrá en gran medida la llave'.

Es, en consecuencia, evidente (al menos en lo que a sus actuaciones en este VI Programa Marco se refiere; no ignoro que existen otros modos comunitarios de actuación, pero éste es particularmente importante) que la Comisión Europea está interesada en la ciencia, pero fundamentalmente en el dominio de sus aplicaciones. Programas de 'ciencia básica' que en otro tiempo ocupaban lugares destacados en sus programas aparecen ahora -cuando lo hacen- de forma indirecta, si no marginal. Ante semejante situación surgen varias preguntas. La primera, la más inmediata, si es bueno una querencia tan pronunciada hacia 'lo aplicado', hacia la rentabilidad económica y social directa.

Existen argumentos para sostener que tal tendencia no es mala, ni siquiera para la ciencia 'básica', que obtiene beneficios directos de la investigación y desarrollo tecnológicos (una ciencia alejada de la tecnología termina debilitándose); por otro lado, nos encontramos en un momento histórico muy singular, en el que ya se dispone de resultados científicos que sería necesario y saludable intentar explotar tecnológicamente; por último, la situación y exigencias que surgen de la sociedad, una sociedad plural, en la que el conocimiento por sí mismo no es, para muchos, un valor supremo, estando acaso más interesada en bienes del tipo de instrumentos o medicamentos.

A pesar de todo, es un lugar común -con incontables argumentos en su favor- que la ciencia 'básica' (en la medida en que se pueda hacer semejante distinción) constituye un bien imprescindible, cultural al igual que instrumentalmente, y que se cometería un grave error marginándola. Así que ¿cómo es que ocupa un lugar tan secundario o tan poco equilibrado, con respecto a la tecnología, en la propuesta de la Comisión Europea?

El espíritu del tiempo en el que vivimos -un tiempo en el que, afortunadamente, los derechos individuales se consideran un tesoro especialmente valioso, un tiempo en el que los derechos suelen imponerse a los deberes- es, o parece ser, fundamentalmente tecnológico. Nos preocupan muchas cosas (nuestra salud, desde luego) más que las grandes síntesis científicas relativas a la Naturaleza, algo, por supuesto, comprensible y natural. En este sentido, la propuesta de la Comisión Europea es coherente con nuestro tiempo. No hay, además, que olvidar que algunos de los países que forman la Unión disponen de científicos e instituciones que cuentan en el panorama mundial de la ciencia básica; esto es, que, aunque también para ellos el espíritu del tiempo sea tecnológico, están mejor situados, por tradición, historia y presente, en ciencia básica. Y en este punto entra España.

Nuestro país, históricamente retrasado en investigación científica, pugna por mejorar sustancialmente su situación, por acceder a los lugares más avanzados del mundo de la ciencia internacional, una empresa en modo alguno, como sabemos, fácil. Relacionarse con grupos científicos de naciones más avanzadas constituye un factor muy conveniente -imprescindible de hecho- en semejante tarea. Es necesario por ello que nuestros científicos aprovechen todas las posibilidades que ofrezca la Unión Europea, algo que no está claro que se haya producido hasta el momento (no sería imposible que un análisis detallado mostrara que nos hemos beneficiado más -y perdido más científicos- de intercambios con Estados Unidos que con países europeos). Ocurre, no obstante, que el dominio de objetivos tecnológicos en el programa de actuación que se propone ahora en la Unión puede no resultar completamente positivo para España. El problema es menor, inexistente, para otros países comunitarios que cuentan, repito, con una situación más consolidada y programas de investigación en curso. Pueden así buscar un equilibro científico-tecnológico entre lo que tienen dentro y lo que reciben de fuera. No es el mismo el caso español, que no puede ni debe prescindir de los programas europeos, pero constituiría un gravísimo, histórico, error seguir acríticamente la pauta de este espíritu tecnológico comunitario en el diseño de políticas científicas propias. Y existen motivos suficientes para temer que se pueda cometer tal equivocación: como las numerosas manifestaciones de responsables políticos, aparentemente irresistiblemente encandilados por las promesas constantemente repetidas del desarrollo tecnológico que apunta por el horizonte y conscientemente preocupados por problemas sanitarios, o los posibles desequilibrios en responsabilidades y recursos (la investigación genómica, hemos sabido recientemente, se coordinará desde el Ministerio de Sanidad y Consumo, esto es, al margen del Ministerio de Ciencia y Tecnología y, claro, del de Educación, del que dependen una buena parte de los científicos españoles). Como aquellos que llevan arrastrando una asignatura suspendida, pero no quieren por ello perder un curso, España tiene la necesidad de redoblar sus esfuerzos: seguir la senda europea, pero también reforzar, cuando no crear, planes de investigación -prioritarios o no- propios que fomenten la investigación científica básica (lo que no tiene que decir necesariamente ajenos a las consideraciones tecnológicas). Y hacerlo de una forma equilibrada, no limitándose únicamente a aquellas disciplinas que ahora tanto prometen. Algunos llamarán a eso cumplir con un requisito cultural, algo así como un deber de dignidad nacional. Creo que así es, pero no es preciso defender tales actuaciones en base a semejante argumento, sino como una condición necesaria para que en el futuro próximo España pueda beneficiarse de primera mano de los bienes sociales y económicos que el conocimiento científico y tecnológico siempre ha prometido y suministrado, pero que parece que serán especialmente sustanciosos en los años venideros.

José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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