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Columna
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Balones fuera

En los últimos tiempos parece haberse puesto de moda en ciertos sectores la búsqueda de nuevos agravios que cargar sobre las espaldas del Gobierno vasco y de los partidos que lo sustentan, haciéndoles responsables de casi todos los males que aquejan a nuestra sociedad. En el penúltimo episodio de este juego con tufillo preelectoral ha sido el Departamento de Educación quien se ha llevado las bofetadas. Según algunas voces, Inaxio Oliveri y su equipo serían los responsables de la escasa implantación en los centros escolares de la CAV de valores democráticos capaces de vacunar a nuestros jóvenes frente a la acción de los cachorros de ETA.

Siempre he sido de la opinión -y así lo he dicho en estas mismas páginas- de que nunca serán suficientes los esfuerzos que se lleven a cabo en el tema de la educación en valores, las famosas transversales que tienen que abrirse paso muchas veces a codazos frente a tanto papanatismo como existe con la exaltación de la tecnología y la competitividad. Y, sin embargo, pese a lo exiguo de lo realizado en este terreno, el Departamento que dirige Oliveri ha dado muestras de una atención creciente hacia estos temas -educación en la paz, en derechos humanos, educación para el desarrollo y la solidaridad-, la cual se ha traducido en diversos proyectos a lo largo de los últimos años. Cabría pues plantearse qué tipo de responsabilidad quiere achacarse al actual Departamento de Educación que no fuera achacable en la misma o en mayor medida a los anteriores, dirigidos por políticos no nacionalistas.

La cuestión planteada tiene, sin embargo, perfiles más complejos y conecta de lleno con la forma en que unos y otros perciben la cuestión de la violencia. Quienes mantienen que el problema es estrictamente policial están fomentando indirectamente la inhibición de la sociedad, incluida la comunidad educativa, a la hora de enfrentar una cuestión de indudable raíz política y ética, en cuanto que refleja trágicamente que una parte de esa sociedad, aunque minoritaria, da por buena la utilización de métodos totalitarios para defender determinados planteamientos políticos.

Hace ya unos cuantos años, cuando un pequeño grupo de profesores de la Universidad -no más de una docena sobre un colectivo de 3.500- intentaron imponer sus puntos de vista sobre los contratos laborales mediante el insulto y la amenaza hacia algunos de sus compañeros, fueron muchos los que decidieron enfrentarse a esa situación plantándoles cara, acompañando y protegiendo a los amenazados e insultados. Recuerdo que el asunto provocó no pocos comentarios y en algunos medios de prensa se pidió que los profesores se dedicaran a investigar y a dar clase, que ese era su trabajo, y que dejaran en manos de la policía la tarea de proteger a los amenazados y enfrentarse a los que amenazaban. Aunque aún nadie había tenido la ocurrencia de llamar melifluos a quienes con su testimonio defendían la libertad, comenzaban ya a oírse voces en esa dirección, voces que consideraban ingenua la participación activa de la gente en la defensa de valores éticos fundamentales.

Algunos partidos políticos y ciertos intelectuales orgánicos deberían aprender algo tan elemental como que reconocer que existe en nuestra sociedad un problema político e ideológico no implica tener que ceder ante el chantaje y la coacción. Pero sí implica, en cambio, reconocer que difícilmente serán derrotadas las ideas totalitarias sin el concurso activo de la ciudadanía. Y no sólo gritando más alto en la calle de tarde en tarde, sino principalmente plantándoles cara en la vida cotidiana.

Ciertamente, es necesario hacer mucho más en nuestros centros escolares y en nuestros institutos. Es preciso movilizar a la comunidad educativa en la defensa de los valores democráticos. Pero eso no es responsabilidad única, ni siquiera principal, del Departamento de Educación, sino de todos, padres, madres, y educadores incluidos. Lo contrario no es sino echar balones fuera, o pensar que todo vale en campaña electoral. Y la verdad, no sé cual de las dos cosas es peor.

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