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Crítica:FESTIVAL DE PASCUA DE SALZBURGO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Reverenza', señor Abbado

Se unieron esta vez en Salzburgo los festivales de Pascua y de verano para coproducir un nuevo montaje escénico de Falstaff, en el centenario de la muerte de Verdi. Al margen de algunos cambios en el reparto vocal, la diferencia fundamental está en el foso. En verano, dirige Maazel a la Filarmónica de Viena; en Pascua, Abbado a la de Berlín.

Abbado: el poso de fragilidad, que en su aspecto físico ha dejado una enfermedad, impresionó al mundo de la música. Ahora se le ve algo mejorado respecto a hace un par de meses. El público de Salzburgo le recibió con calor. Como el de Roma o Viena. Se intensifican los movimientos de fraternidad ante las desgracias. Abbado se refugia en la música, con su habitual humildad, ausente de las celebraciones del mundanal ruido. Está, además, dirigiendo como nunca. Cuida que el exceso de afectividad no le devore y se rodea de sus amigos musicales: Pollini, para Beethoven; Raimondi, para Falstaff. Y muchos italianos en el reparto.

No hay lugar para la duda. Fue la gran estrella de la noche. Él y sus filarmónicos berlineses. Se han marchado a otros lugares mejor pagados algunos de sus instrumentistas relevantes. Se comenta como una tragedia. Escuchándoles en Falstaff no se nota. O yo, al menos, no lo noto: qué precisión, qué energía, qué capacidad de matización, qué hermosura de sonoridad, qué conjunción. Abado dirigió desde la transparencia, con una concepción casi camerística del sonido.

Las células melódicas, los delicados apuntes, los pequeños detalles tímbricos de esa filigrana de artesanía que es la última ópera de Verdi, se iban sucediendo unos a otros con total claridad y provocaban lo más parecido a una borrachera de estímulos. Abbado concertó meticulosamente con las voces y aprovechó los finales de escena y otros momentos de brillantez exclusivamente orquestal para acentuar una dinámica estremecedora, con un metal y una percusión de mucha agresividad sin perder en ningún momento la redondez del sonido. Las violas, los violonchelos, la madera, sonaban con exquisitez, con lo que la sensación de maravilla no cesaba.

La presencia vocal italiana en el reparto repercutió en el color y en el fraseo. No fue, en cualquier caso, un elenco memorable. Todos se desenvolvieron en la más escrupulosa normalidad, a excepción de Raimondi. Decía Verdi que para Falstaff se necesitaba un tipo de cantante diferente al resto. Raimondi lo es. Llena la escena con una facilidad portentosa. Su momento vocal no es el óptimo, desde luego, pero su actuación global es totalmente convincente en cuanto a la construcción del personaje.

Se buscó en la puesta en escena una mirada inglesa, un guiño shakespeariano. Pero Declan Donnellan estuvo muy lejos de conseguir teatralmente las cotas marcadas por Abbado en lo musical. No fue un despropósito, ni mucho menos, pero la atmósfera creada era excesivamente estática, previsible, más cercana al teatro de prosa que al teatro lírico.

La insistencia en dejar a algunos personajes en escena, cuando se hacía referencia a ellos, aunque no cantasen, no aportó gran cosa. La escena final se desenvolvió con rigidez y algún momento de cursilería, aunque terminó en punta con una gran mesa para la cena colectiva, mientras se entonaba la fuga final con la conclusión de que 'todo en el mundo es burla'. El éxito fue rotundo. Shakespeare y Verdi se volvieron a dar la mano, con Abbado de testigo privilegiado.

Una escena de <i>Falstaff</i>, de Verdi.
Una escena de Falstaff, de Verdi.RUGGIERO RAIMONDI

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