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Columna
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Elecciones y diálogo

Convocadas formalmente las elecciones, Juan José Ibarretxe sigue insistiendo en la escasa importancia que sus resultados van a tener en relación con el tratamiento y la resolución de los problemas fundamentales que nos angustian. No parece, sin embargo, que ese sea el criterio de su propio partido, tan convencido de la importancia de formar parte de la lista que obtenga más escaños, que para tratar de lograrlo no ha dudado en coligarse con EA, pese a los condicionantes e inconvenientes que en lo inmediato y en el futuro le ha de provocar la alianza; alguno tan significativo como el de asegurar la plaza de parlamentario a Sabin Intxaurraga en detrimento de la presencia de Joseba Arregi.

'Rara vez los programas de los partidos ofrecieron una visión menos ambigua de sus propuestas'

Pero no es la cantinela del lehendakari la que le anima a uno a escribir estas líneas, sino la comprobación de que su escepticismo ante los comicios es compartido por diversos comentaristas, entre ellos algunos cuya opinión aprecio, todos con variadas argumentaciones pero con la común conclusión de que la salida del túnel se sitúa más allá de lo que dictaminen las urnas y reside en la capacidad de encuentro y diálogo entre las principales formaciones políticas. Como uno no comparte esta devaluación de las elecciones y puesto que de diálogo se trata, hagamos el intento de dialogar alrededor de la transcendencia de las elecciones y sus resultados.

De entrada resulta obligado constatar que quienes más entusiasmo manifiestan ante la expectativa electoral son aquellos que con su participación en la contienda se están jugando algo más que la ganancia o pérdida de un escaño, es decir, aquellos para los que es vital, literalmente, que se produzca un cambio. Esta primera y dramática constatación debería de estar presente antes de recurrir al no es eso, no es eso tan fácil de enunciar frente a la simplificación inevitable que envuelve una campaña abrupta. No se trata, por supuesto, de pedir a nadie que se sume a coro alguno, pero sí de que el ejercicio intelectual se preocupe más de las razones que justifican sobradamente los gritos, que de los ecos que transmite la confrontación partidaria. Las razones de los perseguidos bastarían para valorar la singular importancia de estas elecciones pero, por supuesto, no son ajenas a las de orden general entre las que el elector debe optar.

Todo proceso electoral supone establecer un juicio respecto a los anteriores gobernantes; los electores vascos estamos convocados, pues, a juzgar a un Gobierno vasco constituido por vez primera en base a la alianza entre todas las fuerzas nacionalistas, con un programa de modificación del marco político vigente que ha roto buena parte de los consensos establecidos y con el señuelo frustrado del final de la violencia terrorista. Pero precisamente por la naturaleza de los objetivos pretendidos, el juicio en esta ocasión se ha de extender a un ciclo más largo, a los 20 años de Estatuto de Autonomía administrados con el liderazgo del PNV, y que éste ha dado por finalizado. Un proceso electoral supone, también, optar entre los diversos programas que concurren al mismo. Rara vez los programas de los partidos principales han ofrecido a sus potenciales electores una visión menos ambigua de lo que son sus propuestas en relación con las cuestiones esenciales. Los resultados electorales van a determinar qué vía es la elegida para afrontar los problemas de seguridad, libertad y convivencia que hoy determinan lo esencial de la política vasca; es decir, si se va a seguir otorgando la confianza a las fuerzas que, en una u otra medida, apuestan por el soberanismo nacionalista como marco desde el que reconstruir la convivencia, o si la mayor confianza va a recaer en quienes estiman que el Estatuto de Gernika no ha desarrollado sus potencialidades integradoras por la condición de institución provisional con que ha venido siendo tratada por el nacionalismo. La experiencia de los últimos tiempos y las propuestas expresas de los partidos plantean una disyuntiva tan drástica como ésta.

Elecciones, pues, de final de ciclo, con una sociedad dividida y con programas netamente contrastados. Nuestros escépticos, sin embargo, dudan de que ninguna nueva luz surja de la confrontación y lamentan la inexistencia de opciones transversales y en sí mismas integradoras a las que poder dedicar sus mejores esfuerzos. En cualquier caso, los lazos sistemáticamente rotos en los últimos tiempos no se reconstruirán por un simple acto de deseo, ni renacerán en los exactos términos de antaño. Claro que un nuevo consenso entre los principales partidos democráticos resulta imprescindible si no queremos ver a la sociedad vasca precipitada en el abismo. Pero los materiales con los que retejer el entramado necesitan previamente pasar por la catarsis electoral, y serán ante todo sus resultados los que indiquen la orientación que lo inspire y a quiénes toca liderarlo. En consecuencia, quien se sienta comprometido con el logro de un renovado diálogo democrático no debería de considerar el proceso electoral como un mal trago a soportar; más bien, debería dirigir su esfuerzo a que el mismo se desarrolle con libertad e igualdad, a hacer transparentes los proyectos de cada opción, alentando y ayudando al ejercicio consciente del diálogo democrático básico que hace posible todos los demás: el que ejerce el ciudadano ante las urnas.

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