La herencia del patriarca
Ante el desgaste y la renuncia de Jordi Pujol a otra contienda, ahijados y adversarios se disputan con sordina su espacio
Jordi Pujol se va. Lo ha anunciado solemnemente. Si el Partido Popular (PP) se lo permite, el presidente de la Generalitat apurará el cargo que siempre soñó hasta su límite legal: final de 2003. Con su anuncio, arranca la fase final de un proceso que cierra un ciclo histórico singular en Cataluña y en España, marcado por la personalidad del líder nacionalista que en 1980 se instaló por sorpresa en el Palau de la Generalitat. Ahora, todos los dirigentes catalanes se aprestan a asediar la herencia del patriarca.
La renuncia a volver a encabeza la lista de Convergència i Unió (CiU) ha hecho sudar a Pujol. Desde nano se preparó para el cargo. A los 11 años, se autojuramentó bíblicamente desde la cumbre del Tagamanent, divisando el Pirineo y Barcelona, para ser el profeta de Cataluña y 'reconstruirla'. Hoy, a los 71, se siente joven. Manuel Fraga, el otro veterano en activo de la transición, pretende 'morir con las botas puestas'. Su antecesor en la Generalitat, Josep Tarradellas, se jubiló a los 81. Nombres que cruzaban su mente al deshojar la margarita. También el de Konrad Adenauer. El arquitecto de la Alemania posthitleriana holló la cancillería con 72 años.
La rebelión de los regantes del delta del Ebro indica que se ha acabado el periodo de gracia para la Generalitat, a la que ya se exige cuentas
Esos ejemplos y una fe mesiánica le invitaban a tantear un séptimo triunfo. Pero las razones de los fríos números han doblegado a las del corazón caliente. Todas las encuestas, incluidas las encargadas a su gente, dan el laurel a Pasqual Maragall. Peor: el socialista registra una sólida intención de voto, al alza. Mientras que su coalición surca graves desgarros internos: cotiza a la baja.
Antes que los sondeos vinieron los datos. En los últimos comicios, CiU recaudó por vez primera menos papeletas que su rival. Maragall le superó en 5.000 sufragios, aunque obtuvo menos escaños. Fue la puntilla a un declive sostenido: en 1992, la coalición tuvo el respaldo del 46% de los votantes; en 1995, bajó al 41%, y en 1999, se quedó en el 37%.
Pujol se ha dejado convencer por su entorno más cercano, el llamado pinyol, ese núcleo duro de familiares y amigos de confianza íntima. Le han dicho que abandone el Palau por la puerta grande, sin derrota estentórea. Por razones litúrgicas y porque la única posibilidad de mantener las riendas sobre la coalición -una cacofonía de afiladores de cuchillos- y de minimizar un revés electoral es pasar la antorcha antes de ser batido, manteniendo intacto el propio mito. El caso del PSOE tras la etapa de Felipe González fue esgrimido como paradigma que evitar.
Algunos colaboradores históricos empezaron incluso a espetar en alto lo que antes susurraban por lo bajo, contra el mandamiento de exaltación del líder inscrito en las tablas de la ley de Convergència. Lluís Prenafeta, quien fue su Fouché durante los ochenta, lo escribió sin tapujos en sus umbrías memorias, L'ombra del poder, en 1999: 'Creo que alguien tendría que decirle que debe tener una buena salida de la política, una retirada digna; la historia le dejará muy bien, pero no debería permitirse perder unas elecciones'.
Se lo dijeron, mentándole la bicha para rematar: el caso de Kohl. Algunos le hablaban del voluminoso líder democristiano para que se mirase en su espejo cóncavo: Kohl, el padre de la reunificación, el adalid de la construcción europea, el canciller más añejo desde Bismark, el estadista respetado por todos... hasta que perdió unas elecciones y le abrumó un escándalo de financiación de su partido. Entonces, de repente, todo se le vino abajo, ni siquiera quienes antes lo adoraban quieren hoy retratarse con él.
Una vez convencido, lo demás funciona como un reloj. 'Que la duda no te pudra', rezaba una máxima de Antoine de Saint-Exupéry que tanto impactó al Pujol puberal, cuando leía ávidamente al autor de El principito. Siempre la ha tenido como lema. La tuvo en 1975, cuando se lanzó a la arena política tras años de tejer complicidades bajo el designio de fer país. Y en 1980, cuando le cupo ser presidente de la Generalitat sin coaliciones, por obra y gracia de la torpeza de sus rivales socialistas, que casi habían empatado con él. Y en 2001, cuando, por mucho que le pese, le toca preparar su marcha y aplicar a rajatabla un diseño de laboratorio para promocionar al ungido sucesor, Artur Mas. Primero, nombrarlo secretario general de Convergència; después, conseller en cap, y finalmente, renunciar él mismo a la reelección y designar a Mas como sucesor.
Catapultar a este sucesor no será fácil. Sus críticos han ironizado tiernamente al afirmar que, desde que se fundó, en CDC sólo mandan tres: Jordi, Pujol y Soley. Tres personas distintas y un solo dios verdadero. Todos los aspirantes a sucederle, empezando por Miquel Roca, han pinchado en hueso. El melón sucesorio se ha abierto al cabo a toda prisa. El elegido Mas navega en las encuestas a más de 20 puntos a la popa de Maragall. CiU atraviesa su peor momento. E incluso entre los más fieles se extiende la crítica, una estrenada libertad de palabra que desacraliza y desmitifica. Obvio, pero inédito.
La rebelión de las comarcas del Ebro contra el trasvase y el Plan Hidrológico Nacional ha erosionado al pujolismo donde más le duele, la Cataluña rural, ese almacén de votos y ese sueño. Un territorio al que el patriarca ha dedicado sus desvelos desde que en los años cincuenta se afilió a Crist Catalunya (CC).
La Arcadia distante, en oposición a Barcelona -en manos del rojerío desde las primeras elecciones-, ha sido siempre su bastión. CiU mantuvo en las últimas elecciones sus apoyos en las comarcas del Ebro, 10 puntos más que en el resto. Pero su estrella languidece incluso en esos feudos. Pujol, siempre bienvenido en el Ebro, lo comprobó en carne propia durante su última visita a la zona, en marzo. Donde siempre le aclamaban, una multitud le recibió al grito de '¡traidor!'.
El episodio simboliza que se ha acabado el periodo de gracia, que las gentes responsabilizan ya a la Generalitat de sus actos, que por fin le piden cuentas como a cualquier otra Administración. El Ejecutivo autónomo ha dejado de ser un angelical lobby frente a poderes lejanos, omniculpables de cuantos reveses sufra Cataluña. Es, con un presupuesto de 2,2 billones de pesetas, sólo un Gobierno.
El desgaste externo del pujolismo va parejo con el deterioro en el funcionamiento interno de la coalición. Tanto ésta, fraguada en 1978, como cada uno de sus dos componentes, la Convergència de Pujol y la Unió de Josep Antoni Duran Lleida, han registrado temblores en su dilatada historia. Pero nunca habían aflorado tantos terremotos en el mismo momento ni habían provocado tantos corrimientos de tierras.
La carrera por la sucesión entre los dos delfines -Mas y Duran- ha colocado a CiU al borde de la ruptura, salvada in extremis por un acuerdo ambiguo, de lectura múltiple y complejos equilibrios internos. CDC y UDC se federarán bajo un triunvirato: Pujol como presidente, Duran de secretario general y Mas como candidato a la Generalitat en 2003. Pero apenas formulado, reventaba. No pasaron ni 24 horas antes de que el democristiano negase la perspectiva de fusión acordada.
El tiempo y el líder corroen. Han deglutido a todos los dirigentes históricos: Ramon Trias Fargas -ya fallecido-, Macià Alavedra, Josep Maria Cullell, Miquel Roca... Han barrido al roquismo. O sea, a la moderación nacionalista y el vínculo con el empresariado -esquivo a profetas-, aunque la designación de Francesc Homs como consejero de Economía supone un intento de recuperar el terreno perdido y de desafiar al popular Josep Piqué.
La pugna por la primogenitura entre la C y la U ha contribuido a que aflorasen nuevas presuntas corrupciones. Como el caso Pallerols, que ha puesto a Duran contra la pared, incómoda postura que sólo el apoyo parlamentario del PP alivia. Para más inri, CiU jamás tuvo que lidiar una mayoría absoluta en el Congreso de un partido, el PP, cuyos votos necesita para sostenerse en Cataluña. El líder de Esquerra Republicana (ERC), Josep Lluís Carod, vitupera ese himeneo de nacionalismos inversos señalando que la dependencia del PP 'ha sucursalizado la política catalana'. Sucursalistas, ellos... ¡pero si ése era el estigma con que el patriarca denigraba a sus adversarios!
Pujol se va, pero se queda. Maragall, quien aspira a absorberle electores, le contempla como un fituro 'buen embajador de Cataluña'. Pero los pujolistas le ven más en plan Xabier Arzalluz, el guardián de las esencias que mueve desde la sombra y la presidencia del partido los hilos del poder. Ven insustituible su aura de luchador antifranquista -sufrió consejo de guerra y dos años de cárcel-, su cultura, su poliglotismo, su habilidad, frente a la correcta asepsia del hereu Mas, quien hace nada suspiraba: 'Yo soy un técnico, no un político'. Sólo el carisma del fundador ha logrado soldar con cemento patriótico a democristianos, socialdemócratas, liberales, independentistas e incluso ex franquistas, en un catch-all party, el partido que todo lo abarca.
Algunos expertos auguran que el pujolismo sin Pujol como icono electoral ya no logrará atraer apoyos tan contradictorios, lo que revolucionará el estable mapa político catalán de los dos últimos decenios. Todos se sitúan. Todos se aprestan a abalanzarse sobre la herencia del patriarca, aspirando a un pellizco o un bocado del espacio centrista que ha sabido hegemonizar.
Las debilidades del hereu oficial, Artur Mas, han dado alas a sus rivales. Mas cuenta con el patrocinio del pinyol familiar pujoliano. Pero tiene que recurrir a la mercadotecnia de inspiración estadounidense para suplir la falta de pasado y apuntalar sus dotes de liderazgo, aunque lleva la ventaja fotográfica que otorgan dos años venideros en el ejercicio del poder.
El propio Duran, el aspirante despechado por Pujol, mantiene intactas sus ambiciones y conserva las posibilidades de apostar por varias jugadas, aunque siempre a expensas de cómo se desarrolle el caso Pallerols, la presunta financiación irregular de Unió. Como secretario general de CiU, puede exigir el mando si las elecciones de 2003 la desalojan del poder. Pero también podría arrastrar a Unió hacia el polo vencedor y seguir en el nuevo Gobierno, dada su buena sintonía con Maragall. O desempolvar junto con el PP el viejo proyecto de la Unió Popular de Catalunya, una CEDA renovada, y ambicionar un ministerio en Madrid. Paradójicamente, las tres jugadas se quedarían sin ases si Mas consiguiera retener para CiU el Gobierno de la Generalitat.
El PP, el partido que en la práctica sostiene a Pujol, también reclama ser causahabiente en la herencia, aunque a beneficio de inventario. Su estrategia, una vez extirpado todo resquicio de vidalquadrismo radical, es más sibilina que la aplicada en Euskadi. Busca apretar sin ahogar, para infiltrarse sin ruidos en el electorado convergente, adueñarse de una porción significativa del centro derecha y superar así, finalmente, su secular problema catalán: Cataluña es la única comunidad autónoma en la que el PP quedó por debajo del 10% en las autonómicas. Peor aún: las encuestas del CIS revelan que los catalanes sitúan al partido cerca de la extrema derecha.
Su candidato favorito a heredero es Josep Piqué, aunque sus credenciales catalanistas y su engarce con el mundo empresarial se arruinaron cuando declaró que el paso del AVE por el aeropuerto de Barcelona supondría un 'agravio' para otras ciudades. Pese al traspié e incluso a sus propios deseos -Piqué prefiere seguir haciendo carrera en Madrid-, la candidatura del ministro de Exteriores es un secreto a voces. Lo es asimismo la fecha para cocinarla: a partir de julio de 2002, cuando concluya la presidencia semestral española de la Unión Europea.
También el líder de Esquerra Republicana (ERC), Josep Lluís Carod Rovira, está al acecho. Ha relegado a segundo plano el independentismo de su partido, ha archivado las actitudes resistenciales que caracterizaban a la formación y ha proclamado a los cuatro vientos que Esquerra quiere entrar en el Gobierno, sin importarle demasiado con quién, al estilo de un clásico partido bisagra. Todo ello para afrontar en mejores condiciones el relevo del veterano líder, su gran competidor en el campo nacionalista.
Pero el más firme candidato a la sucesión de Pujol es su histórico rival: Pasqual Maragall. El presidente socialista encabeza las encuestas y lanza guiños al electorado convergente de que también él quiere y puede representarle, sin traumas. Por eso enfatiza ahora su entronque con santones del catalanismo como Francesc Cambó, Francesc Macià o el propio Pujol, sabedor de que a muchos hijos de Pi i Margall, Lluís Companys o el Noi del Sucre ya los tiene en el bolsillo.
Su estrategia es de cambio tranquilo, de sucesión. Maragall asume los mínimos riesgos posibles. Pasa de puntillas sobre algunos de los asuntos más espinosos, porque le aterroriza cometer errores. No quiere estropear su estela. Mientras, se dedica a lo que Pujol practicó durante decenios: peregrinar por las comarcas del interior en busca de los votos catalanistas rurales, los que le faltaron para traducir en victoria su ventaja en los últimos comicios.
Son muchos personajes en busca de autor. Ninguno pretende radicalismos, todos hierven con sordina: saben que sólo así pueden heredar. Leen su papel, no lo vociferan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.