Amores
Hubo una vez la primavera. Y un jardín de rosas y una comunión de lirios. La luz se deslizaba, cabalgaba en la brisa, era la brisa Y templaba el cuerpo. Eso era un mundo o su inicio, pulsando los sentidos, quietos, como si brotaran, fueran haciéndose. Y creaba un cuerpo y un anhelo. No había un muro que impidiera ese brote, que ahogara al árbol de dentro, ansioso por ser el aire nuevo y asomarse a la luz y hacerse digno de ellos. Brotaba el pecho y florecía. Eso era así, antes, era así y quiso ser para siempre. Dejarse nacer, surgir, abrir los ojos al retorno de Perséfone. Eso era, debía ser, iba a ser la vida. Y qué lejos queda. Uno sabe que está ahí, afuera, ve en el cristal los ojos de la muchacha que regresa del frío. Está ahí y es como si sólo hubiera estado alguna vez, y le dice: eres apenas un disfraz de lo que fuiste, un fantasma de la nostalgia en este país que ya sólo conoce el horror. Y los ojos se esfuman, y vuelve el día de siempre. Pero uno sospecha que afuera debe de estar pasando algo, que la luz y las rosas y la brisa están ahí, y que le están robando la vida. O que tal vez fuera y dentro conformen juntos un espejismo en el que se solaza la memoria. Debía ser primavera. Debía.
Sólo queda el adentro. Abro las ventanas para saber que el espacio no se agota entre muros. El tráfico es fuerte, pero casi consuela. Ese rumor de coches estalla y se desvanece, se aleja. O se acerca, crea perspectivas. Caminos para el recuerdo, el sueño y la nostalgia. Primaveras de niño, primaveras francesas o italianas, londinenses. O amores. Pues el amor es siempre un hurto de primavera, un árbol que florece aunque el cielo sea plomo. Eso es querer, florecer, el deseo del jardín, ser un ramo de jazmines que se ofrece. Volverse inocente y desplegar las ramas, vulnerables al viento. Y recuerdo que María me había dicho: a mí me gusta querer, no ser querida; no es difícil jugar a seducir, pero eso no nos transforma. Le respondí que a mí me ocurría lo mismo. Querer a quien nos quiere. El milagro del jardín. Pero querer sin más es suficiente para que el árbol florezca.
Y recuerdo también la historia que me contó Tina. Fue en Beirut, en plena guerra. La bahía más bella del mundo después de la de Nápoles, me dijo. Era de noche, y tenían que atravesar la ciudad de Este a Oeste, cruzar la franja que separaba la contienda. Estaba con unos amigos, algunos árabes, y brillaron unos ojos y una sonrisa como sólo brillan en la noche y el miedo. Además, aquellos ojos estaban dispuestos a llevarlos, a pasarlos a la otra zona, y fueron 'los ojos'. Sentada en el coche detrás de él, que conducía, se quitó el pañuelo y se lo puso a él en los hombros. Y quiso decirle, y no sabía cómo, puesto que él no podía entenderla. Y buscó una música, palabras que no tendrían sentido para él, pero que tampoco habrían de tenerlo para ella. No lo pensó, sino que brotó la música, límite entre el sentido y su ausencia, lugar único en el que podrían encontrarse. De modo que se acercó a su oído, y le recitó: Galerías Preciados, Sepu, Almacenes Arias, El Corte Inglés... Después se apartó, y lo vio por el espejo retrovisor, su arrobo. Fascinado por la música, había entendido lo que no había sido pronunciado. La luna de Beirut iluminó después aquel sinsentido.
Y me acuerdo también de Francesco, cómo se deshizo. Un puñado de polen al que acudieron las abejas. Ella, a la que amaba, le hablaba de un país, un país, de unas señas de identidad intransferibles. Había algo que salvar, algo que era ella, y él la amaba, y se volvió un país a salvar. El también un país, empapado en una lengua nueva, ciego a las ruinas, ajeno a una inhumanidad que lo salvaba, pues él se salvaba en ella, un país a salvar, él mismo ese país. Pero el país era más grande que Francesco, y ella era el país y era también más grande. Y Francesco fue abandonado por un puñado de palabras mayestáticas, una ambición vergonzante. Yo lo vi, deshecho en el frío, podando los recuerdos como si fueran rosas. Se desnucó una noche en la que quiso destruir el país que era y volver a nacer para invocar un nombre. Detrás de los cristales, tal vez el horror no impida que broten los jazmines y que en la luz su aroma se haga brisa. Dentro, hace frío.
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