Todos los dioses son verdaderos
El odio tiene muchas capas, pero la más profunda, la que al fin resulta determinante, afecta directa o indirectamente a las esencias. Tras las manifestaciones de odio personal, por superficiales que aparentemente sean, siempre acaba por asomarse una supuesta raíz última que viene a justificar las reacciones que se defienden. Algo similar ocurre con las manifestaciones de odio colectivo. La violencia recorre sucesivos círculos concéntricos hasta llegar a un núcleo que es asimismo esencial: después del insulto, de la piedra o de la bala, aparece el sentimiento, la creencia, la doctrina y, a menudo, el dios.
No es de extrañar, por tanto, que finalmente se invoque a los dioses cuando se trata de evocar el miedo a la otra piel, a las otras costumbres, a los otros recuerdos. El temor a que un templo sea sustituido o superado por otro (una Iglesia católica u ortodoxa o protestante, una mezquita, una sinagoga, un espacio animista o el templo vacío del agnóstico) es el fantasma terminal en el que se depositan todos aquellos otros temores que en realidad afectan a la pereza del pensamiento, a la debilidad de la voluntad y a la codicia del dinero. Pero el templo, el lugar simbólico de las esencias, es asimismo el archivo en el que se hallan los hipotéticos depósitos del pasado. Para el temeroso nada es más tranquilizador que la presentación compacta de estos depósitos: una historia, una memoria, una identidad, una fe. Más que un monoteísmo religioso, un monoteísmo mental.
Es, desde luego, una herencia poderosa, quizá la más sustancial, de lo que llamamos civilización. Pero es una herencia puesta en entredicho en una época que parece sumergirse en otra corriente en la que obligadamente los dioses, las esencias, las memorias (además, claro está, de los individuos) están empujados a convivir o, en caso contrario, a enfrentarse. Que el destino de esta corriente sea el enfrentamiento o la convivencia dependerá no sólo de las proclamas políticas (que han llegado a elaborar un canon de la corrección con frecuencia tan indiscutible como ineficaz), sino también de la capacidad autocrítica de las distintas tradiciones. El odio se aloja con más fuerza en las conciencias que en los países y las ciudades.
El monoteísmo mental afecta a todas las tradiciones, incluidas aquellas cuya religión es calificada de 'politeísta': se fundamenta en la defensa excluyente de la propia esencia en detrimento de las que puedan alegar las demás. La multitud de tribus que se han llamado a sí mismas 'los humanos', para afirmarse en la exclusión frecuentemente sangrienta de las otras, forma parte de un engranaje idéntico al que contempla 'pueblos elegidos' y 'civilizaciones superiores'. Naturalmente, cuanto más poderosos han sido la tribu o el pueblo o la civilización, y más avanzadas sus esencias, mayor ha sido el impacto de su acción. Al otro lado de una gran afirmación colectiva siempre emerge el sueño de un imperio.
No conozco ninguna tradición que no haya tendido a este monoteísmo mental y, por tanto, si hiciéramos un balance de las culturas del mundo, no encontraríamos víctimas absolutas ni tampoco verdugos por definición. Una de las dificultades más obvias a las que se enfrenta la pésimamente llamada 'multiculturalidad' es el reparto de cuotas de buena y mala conciencia entre verdugos y víctimas, sin que ni unos ni otros renuncien al monopolio de la verdad.
La tradición espiritual de los europeos no es, en consecuencia, más excluyente (y odiadora) que las demás, como cree la 'mala conciencia occidental', aunque tampoco es, por principios, más integradora. Lo que da un cariz particular al monoteísmo mental de Europa es su capacidad de dominio en el mundo moderno, su poder de colonización de las otras mentalidades y, en definitiva, su eficacia en la imaginación de un escenario global. Y, sin embargo, es ese mismo escenario de fronteras crecientemente diluidas y de dioses arrastrados a la mezcla el que, acaso por primera vez, pone en duda las raíces de todos los monoteísmos de la mente, empezando por el de la mente europea.Y ésta es la cuestión que está auténticamente, y afortunadamente, en juego cuando se levantan algunas voces europeas, en Austria, Francia, Italia o aquí, porque temen la invasión de los templos europeos. Vale la pena escuchar estas voces porque su temor es más radical y más lúcido que los temores sociales o económicos: comprenden que lo que está amenazado es el monoteísmo de Europa; no el religioso, que comparten con musulmanes y judíos, sino el núcleo más decisivo que afecta a la conciencia.
Bien es cierto que la Europa moderna ha yuxtapuesto a menudo uno y otros a través de una autosuficiencia espiritual acorde, en muchos aspectos, a la religiosa. Es interesante observar, a este propósito, cómo nuestra cultura moderna, que a la postre (con su capitalismo y su tecnología) ha sido el motor de la expansión universal de Occidente, es una máscara múltiple del monoteísmo.
Cuando E. B. Tylor y la antropología de finales del siglo XIX, siguiendo la estela de Darwin, extendieron la idea de que la creencia en un dios único era, tras los estadios animista y politeísta, la coronación de la conciencia religiosa de la humanidad, no hacían sino confirmar las tendencias apuntadas por el historicismo de Vico o Hegel: la conquista del Espíritu Absoluto quedó finalmente traducida en conquista del Progreso, siendo a su vez éste el Ideal Común de la humanidad.
Significativa y paradójicamente, la potencia de esta visión, fruto de las herencias espirituales europeas, ha sido tan grande que ha afectado a todas las ramas del árbol, incluso a aquellas que aparentemente querían crecer en otras direcciones. Si bien lo pensamos, nuestro racionalismo europeo también ha sido monoteísta y ha pretendido la adoración de la Diosa Razón casi con el mismo fervor con el que Moisés bajaba del monte Sinaí. También nuestra ciencia ha sido a menudo monoteísta al exigir para ella un culto único, ignorando la complejidad y la contradicción de las conductas humanas. Incluso nuestro ateísmo fue (suprema paradoja) monoteísta al apostar por una suerte de fe negativa que excluía, por aberrante, todo tipo de fe.
Es imposible comprender los grandes dramas utópicos del siglo XX, todos ellos alimentados con la savia espiritual europea, sin atender a su condición de representaciones enmascaradas del monoteísmo: bien como un Dios-Estado, bien como un Dios-Raza, bien como un Dios-Nación o como sus respectivos dominios nihilistas. Pero cuando en el último tercio de aquel siglo, agotados ya aquellos dramas en la hegemonía devastadora del capitalismo, sale a escena la máscara alternativa de un Pensamiento Único, lo hace acogiéndose, una vez más, al modelo monoteísta.
Y no obstante, el futuro pacífico de Europa, y también del mundo, parece pasar por la quiebra de este modelo y por la apertura a un nuevo politeísmo de la mente. Está claro que esta quiebra sólo tendrá sentido y porvenir si es multilateral, es decir, desde el punto de vista de todas las tradiciones. Pero quizá correspondería a Europa, por su hegemonía moderna, la responsabilidad de asumir una función vanguardista o, cuando menos, reparadora: revolución espiritual más que política, educativa más que diplomática, que, de realizarse, podría allanar los países futuros de convivencia y quizá salvaguardar lo mejor de la vieja civilización en el seno de una Europa radicalmente renovada por las migraciones.
No es una tarea fácil porque, más allá del orden político, supone abrir los templos propios y respetar los ajenos; algo que afecta a las memorias y a las esencias y sitúa la identidad en el interior de un juego de espejos en el que todo es intercambiable: ningún pasado es mejor que otro y todos los centros son igualmente periféricos.
Estamos demasiado apegados al monoteísmo mental. Hemos tenido un dios, hemos concebido un cosmos -el universo-, al fondo de nuestra historia está un imperio y, cuando hemos querido emanciparnos, hemos abrazado la razón. La tradición europea ha buscado siempre, casi con desespero, anclarse en un centro, o en sucesivos centros, a partir de los cuales mostrar su poderío. Así ha vencido en los siglos modernos, al exportar su modelo al resto del mundo, y así sufre ahora, en desconcierto, el fin de su hegemonía.
El temor a la mezquita, a la sinagoga, al culto hindú y a la ceremonia animista no es sino el temor a enfrentarse a la grave sospecha de que nuestro dios no sea el dios único ni el único dios verdadero, y que sea sólo uno más entre los dioses, y que nuestra memoria no sea la única que tiene importancia, y que nuestra esencia no ostente ningún rango superior, y que nuestra identidad no sea más que un fragmento del cristal roto en el que se reflejan todos los ideales.
Pero es para combatir este temor, pánico para muchos ya, que Europa debe liberarse de un monoteísmo mental que, si ha sido causa de su poder, ahora es la atadura que la encierra en su propia prisión. Europa necesita que los otros dioses y las otras memorias crezcan junto a los que han sido los suyos, no por compasión, sino para fortalecerse y sobrevivir: un nuevo politeísmo en el que convivan los templos, y aun más las mentalidades, y en el que nos acostumbremos a comprender que nunca hay centros absolutos ni periferias definitivas.
En esta Europa de principios del siglo XXI han estallado ya los conflictos de los barrios y de las ciudades. Aún hay posibilidad de rectificación. Si estalla la querella de los templos, la herida sería irreversible. Por eso es imprescindible un viraje espiritual. Somos más libres con nosotros mismos cuando llegamos a la conclusión de que todos los dioses son falsos; pero seremos más generosos con los demás cuando aceptemos que todos ellos pueden ser, asimismo, verdaderos.
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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