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Columna
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El Pardo

Es un milagro. La existencia de un espacio natural de esas características y dimensiones a las puertas de una ciudad de tres millones de habitantes y con semejante nivel de conservación constituye un hecho realmente excepcional en nuestro continente. Sólo la concatenación de distintas circunstancias históricas, alguna de ellas ciertamente aberrante, ha permitido el que sobreviva junto a Madrid y en un estado casi salvaje un ecosistema como el del monte de El Pardo. Es un privilegio cuya magnitud, sin embargo, no todos los ciudadanos de esta región pueden apreciar.

Las propias limitaciones que exige su protección impiden el acceso y, en consecuencia, la percepción directa de la grandeza y la importancia medioambiental de aquello. La inmensa mayoría de los ciudadanos no imaginan siquiera lo que supone tener a ocho kilómetros de la Puerta del Sol 17.000 hectáreas de monte. En él permanecen erguidas más de medio millón de encinas cuyo color pardo le dan apellido a la zona. Ejemplares centenarios a los que acompañan otras especies arbóreas hasta un total de tres millones y toda una muestra compleja y abundante de la fauna ibérica silvestre. En El Pardo hay tantos ciervos, gamos y jabalíes que, en ocasiones, resulta necesario diezmar su población para mantener el equilibrio natural. Asimismo, las colonias de aves rapaces son tan variadas y numerosas que su observación atrae a ornitólogos y naturalistas de todo el mundo. La paradoja es que todo ha sido posible gracias al despotismo de los monarcas que reservaron para su uso y disfrute el mejor de los bosques mediterráneos de estas latitudes. En 1753 fue vallado con cien kilómetros de tapia para protegerlo como coto real de caza, aunque siglos antes Alfonso X el Sabio alababa ya en su libro de las monterías las cualidades cinegéticas de ese monte, habitado entonces por el gran oso pardo. Reyes, príncipes y cortesanos han disparado en él sus arcos, ballestas, arcabuces y escopetas a todo lo que se movía. Idéntico uso exclusivo le dio a la zona el general Franco y su numerosa prole, alguno de cuyos nietos alardeaba de haber cobrado piezas monumentales en la finca donde cazaban como si fuera un coto de propiedad particular. Un lujo asiático al que no quisieron renunciar y que, probablemente, ayudó a preservar también aquel espacio de los desafueros urbanísticos de la España desarrollista. Otro tanto ocurrió con la pequeña localidad de El Pardo, que el Ayuntamiento de Madrid absorbió integrándola en el distrito de Fuencarral.

Sin embargo, sus cinco mil vecinos, muchos de los cuales son militares y funcionarios retirados, se declaran abandonados a su suerte. No les falta razón. En el cruce de competencias entre Patrimonio Nacional, la Confederación Hidrográfica del Tajo, la Comunidad y el Ayuntamiento capitalino, unos por otros han dejado la casa sin barrer. Las márgenes del río Manzanares que cruza la población están atestadas de latas, plásticos, cartones y colillas. Las escombreras clandestinas proliferan por doquier y el pavimento de las calles y paseos, al igual que el mobiliario urbano, presenta un aspecto deplorable. El deterioro de las fachadas es generalizado y ni siquiera hay un criterio estético unificado para pintarlas o adecentarlas. Allí no está claro siquiera a quién compete el mantenimiento de algunos viarios y tampoco parece que las distintas administraciones tengan mayor interés en aclararlo. Nadie diría que El Pardo haya tenido importancia histórica alguna. Nadie diría que es el espacio lúdico preferido por muchos madrileños para pasar una tarde de domingo en los sofocos estivales, para el paseo a pie o en bicicleta, la merienda de bocata o tartera y otros desahogos. Tampoco parece que atraviesen su mejor momento los numerosos restaurantes que hay en la zona. Establecimientos que a duras penas defienden la temporada primavera-verano y que, con alguna digna excepción, languidecen también en términos gastronómicos. La falta de planificación y la dejadez están sumiendo a aquel núcleo urbano y su entorno natural en una decadencia galopante que empieza a resultar escandalosa. Por los madrileños que tienen montada allí su vida o su negocio y por los muchos que lo visitan, El Pardo merecería otra consideración y otro trato. Un milagro mantiene casi intacta la obra de la naturaleza; ahora falta hacer lo propio con la obra del hombre.

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