Cena
Junto a la mesa del restaurante en donde estamos cenando sentaron a una pareja que no ha parado de fumar en toda la velada. Con ellos se encuentran dos niños, de unos seis y tres años, respectivamente, quienes, como nosotros, aunque quizás, por desgracia, más acostumbrados, han estado inhalando el humo con el que sus progenitores han tenido a bien obsequiarnos.
Sencillamente, nos están 'dando la cena'; el hedor es insoportable y la comida no sabe igual. Como el restaurante no tiene zonas separadas para fumadores y no fumadores, no podemos quejarnos. Nada les prohíbe fumar. A pesar de todo, estoy tentado de rogarles que al menos disminuyan el ritmo. Pero finalmente desisto porque me doy cuenta de que va a ser inútil intentar remover sus conciencias apelando a mis problemas de salud. Pero ¿por qué razón -me digo- van a respetarnos a nosotros si ni siquiera son capaces de respetar a sus propios hijos? ¿Y si apelo a la salud de los niños? ¡Uf, peor aún! Seguro que me salen con aquello de 'eh, que son mis hijos y...'. Mejor me callo. Sería inútil. Quizás tan inútil como pedir al Defensor del Menor que promueva alguna ley para proteger a los hijos de fumadores. O como pedir a Metro de Madrid y Renfe que hagan cumplir en sus instalaciones las prohibiciones vigentes en contra del tabaco. O tanto como pedir al Gobierno que dé al problema del tabaco un tratamiento de crisis similar al de las vacas locas. 'Oye', sugiere mi pareja, 'el café lo tomamos en otro sitio, ¿te parece? Este restaurante no es tan bueno como parecía'. 'Sí, salgamos a respirar un poco de aire fresco'.
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