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Columna
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Goya es mentira

Éramos miles y no sabíamos nada. Entrábamos al museo del Prado a mirar una mentira, llenos de devoción y de confianza, nos poníamos enfrente de La lechera de Burdeos y El coloso de Goya y recordábamos algunas frases de ciertos libros, algunos ensayos que decían que, sin ninguna duda, esos lienzos maravillosos eran la cumbre del arte del pintor y atesoraban los rasgos esenciales de su genio. Debía de ser así, indiscutiblemente, porque todos habíamos visto en más de una ocasión esos cuadros ejemplares en las portadas de las monografías sobre Goya, como si de algún modo la resumiesen, fueran la mejor puerta de entrada posible a su obra. Qué creación tan extraordinaria la de El coloso, ese retrato del mal, de la tiranía, del miedo, esa parábola que simboliza la inmensidad de la muerte, comparada con la pequeñez de nuestra existencia.

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Ahora, sin embargo, nos hemos enterado de que todo eso era una patraña, un espejismo; nos dicen que ni La lechera de Burdeos ni El coloso fueron pintados por Goya. La historiadora Juliet Wilson-Bareau nos explica que ninguno de esos lienzos tiene el más remoto parecido con el estilo del pintor, y que, al analizar con rayos-X La lechera de Burdeos, se ha visto que debajo de ella había una cabeza de un árabe y un cuerpo femenino, cuando Goya jamás usaba telas en las que antes hubiese hecho algún esbozo. También asegura que hay en el museo del Prado y en otras pinacotecas más trabajos atribuidos a Goya que no fueron hechos por él, como La hoguera, La degollación, El exorcizado y Suerte de varas, y que, hace tiempo, ella y otro especialista, Pierre Gassier, catalogaron la obra de Francisco de Goya descartando la autoría de 150 de los 550 cuadros que se le atribuyen. Juliet Wilson-Bareau también da los nombres de los posibles autores verdaderos de esas obras: dos ayudantes de Goya, llamados Agustín Esteve y Asensio Juliá, y uno de sus imitadores, Leonardo Alenza. ¿Cómo debemos sentirnos los devotos de El coloso al oír esas noticias? ¿Debemos sentir que fuimos víctimas de un engaño o una estafa, que nos quitan algo que siempre fue nuestro?

Ayer, el periodista Francisco Chacón, a quien hace años descubrí en Sevilla como un hombre capaz de vivir con un pie en Velázquez y otro en Bob Dylan -parecido, por tanto, al niño de un poema de Robert Lowell al que le gustaba meter una mano en un montón de cal y la otra en un montón de arena-, contaba toda esa historia en el diario El Mundo y entrevistaba a la conservadora del museo del Prado para la obra de Goya, Manuela Mena, cuyas respuestas eran sensatas e inteligentes. Para empezar, aceptaba y compartía las conclusiones de Wilson-Bareau; y para concluir, decía algo que puede parecer extraño: no es, en absoluto, partidaria de retirar La lechera de Burdeos y El coloso del museo del Prado, sólo de cambiarlos de sitio.

Creo que esa actitud es digna de elogio porque, de algún modo, ataca ese excesivo culto a la firma que hay en el mundo del arte. Vamos a aceptar que los dos cuadros no son de Goya. ¿Tendremos que admitir entonces, de manera irremediable, que El coloso también ha dejado de ser, al separarlo del autor de Los fusilamientos del Dos de Mayo, una obra maestra, un cuadro estremecedor, apabullante, que entra en quien lo mira con esa arrogancia, a la vez dulce y dañina, con la que el clavo de la luz entra cada mañana en los ojos de los recién despiertos? ¿Ya no merece estar esa obra en las paredes del Prado y, en consecuencia, debe ser arrojada sin contemplaciones a sus sótanos?

Wilson podría estar equivocada: dice que Goya jamás pintaba sobre esbozos previos, pero cuando La condesa de Chinchón fue sometida a los rayos-X, se vio que debajo de la figura principal había dos cabezas de hombres, quizá las de Godoy y el Duque de Alba. O puede tener razón. Sea como sea, personalmente prefiero recordar que Antonio Machado escribió en su Juan de Mairena que la verdad es siempre la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Para mí, El coloso seguirá siendo exactamente todo lo que ha sido hasta el día de hoy, tanto si lo pintó Goya como si lo hicieron Agustín Esteve, Asensio Juliá o Leonardo Alenza. Porque, en el fondo, eso es lo de menos. En el arte, el hombre es sólo la raíz, y lo que importa es su fruto. ¿O no?

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