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Columna
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Payasadas

'La vida al revés, circo es'. Una divisa a la que me hubiera apuntado para todos los días de mi vida, esa ocasión, aparentemente subalterna, cuando salen los payasos y los tontos con sus calculadas torpezas, para jolgorio entre chicos y grandes congregados bajo la carpa. El remedo que nos queda es lo que impropiamente se llama hemiciclo parlamentario, de donde están proscritos el ingenio y la agudeza. Ahí ya no se escuchan ni siquiera buenos insultos, sustituidos por burdas groserías. Leonardo da Vinci recorría las tabernas romanas invitando a las gentes del pueblo, a quienes contaba chistes e historias salaces para trazar bocetos de los rostros risueños. El pintor mantuvo que, si fuese posible, debe hacerse reír hasta a los muertos.

Mi gran frustración personal ha sido no tener la oportunidad ni el arte para comparecer en la pista con la cara enharinada y la nariz como un picaporte rojo y redondo que provocara la carcajada. Tuve la feliz oportunidad -hace más de 50 años- de conocer en una ciudad centroeuropea, meticulosamente bombardeada, a Charlie Rivers, el gran artista catalán, y a nadie he envidiado y admirado tanto en mi vida.

Leí, o me contaron, de otro gran cómico italiano, Scarpetta, de la talla de Grock o nuestro Rivers, retirado tras haber regocijado durante medio siglo a muchas generaciones, que en la verja del chalé donde buscó el descanso colgó este letrero: 'Aquí me río yo solo'. Un pelín egoísta, a mi juicio. Creo firmemente que la gente se ríe poco, y ello por la escasez de payasos y porque el circo ha desaparecido del centro de las ciudades, las beneméritas criaturas que a ello se dedican no encuentran ambiente, ni quizá quienes les enseñen la casi divina función de divertir al prójimo.

Quien quiera que pase hoy por la plaza del Rey, flanqueada por la calle del Barquillo, encontrará primero que no se sabe por qué se llama así, ya que la sola referencia monárquica es la bella marcialidad del teniente Ruiz, espada en mano. Hubo otra estatua que, siendo apenas adolescente, vi derribar en abril de 1931, y era de la infanta Isabel. Pero recuerdo vivamente que en el fondo de la plaza estuvo el circo Price, algo que las actuales generaciones tendrían dificultad en admitir.

Por aquí accedían los pesados elefantes, descargaban las rugientes jaulas de los tigres de Bengala, los caballos sabios, las focas calculadoras, el complicado cordaje de los trapecistas y las siluetas anónimas del clown y el augusto, con un pobre maletín en la mano donde gurardaban los afeites, el cucurucho blanco, el arbitrio traje de lentejuelas, las pelucas, los cuidadosos andrajos, los zapatones con los que hacer increíbles equilibrios entre dos sillas. El payaso tenía que ser también un consumado atleta, un virtuoso de la trompeta, del violín, de la guitarra, aunque la tuviera que estrellar, en la función de tarde y en la de noche, contra la cabeza de su compañero. Y dominar el arte de la mímica, el lenguaje universal de los gestos, conmoviendo la sensibilidad de los más pequeños y encandilando a los mayores.

Creo que el circo va de capa caída, porque el ser humano se divierte con otras cosas o no se divierte. La divisa olímpica estaba superada por aquella gente. No más lejos, más alto, ni más fuerte. Era 'más difícil todavía', tras el redoblar de los tambores, un espectáculo sin pausas, lleno de sorpresas, donde acecha, como una melodía de fondo, la tragedia que ha retirado la red.

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De todas las maravillas que muestra el circo me quedo con los payasos, que consiguen el milagro de alumbrar la hilaridad sin necesidad de recurrir a expresiones soeces, malsonantes, escatológicas. Aquél era un mundo especial, duro, difícil, donde triunfaban las estirpes, las familias. El niño aprendía antes a circular sobre un cable que por el suelo. Las niñas, a poner el breve pie de écuyère sobre el nervioso lomo del caballo o volando de unas manos a otras de los trapecistas. Sobre el panorama de sacrificio, nomadismo y escaso porvenir reina, como una divinidad suprema, el tonto de circo. Lo que yo quise ser.

Era legendaria la tragedia del buen payaso que llora su drama cuando los demás ríen. Nada que ver con la desalmada esfinge de Lasarte, mientras sus colegas esparcen el llanto y la muerte.

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