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Irresponsables, corporativos y mal seleccionados

Sin duda es cierto que quienes trabajamos en la Universidad somos bastante individualistas, exhibimos fastidiosos sesgos culturales hasta para elegir menú y tan contradictorios como para mostrar a la vez un afán de crítica permanente y una acusada ansia de estabilidad funcionarial. Pero de ahí a considerarnos irresponsables, descontrolados y poco menos que culpables de las imperfecciones del sistema educativo superior, media un trecho. Así debe ser, sin embargo, cuando sendos presidentes, Aznar y Zaplana, lo diagnostican: los profesores universitarios estamos pésimamente seleccionados, somos reacios a cambios a causa de intereses corporativos y no rendimos cuentas a la sociedad que nos paga (aunque poco, todo sea dicho). No seré yo quien niegue que la Universidad es corporativa y endogámica. Oposiciones he visto donde la relación entre opositor y tribunal era tan intensa que bien pudiera hablarse de incesto más que de endogamia. Aunque hasta en ese tema, se ha avanzado respecto de lo que ocurría en la elitista Universidad franquista. Pero imputarnos miedo a las reformas es no ya injusto, sino falso. Vivimos inmersos en ellas y quien más quien menos las ha padecido de todos los colores. No nos queda ya miedo; su lugar lo ocupa la incredulidad.

La Universidad es de las instituciones que más cambios ha sufrido en el último tercio de siglo. Valga un dato: en 1960 eran menos de cien mil sus estudiantes, un escaso 2,5% de los jóvenes españoles entre 18 y 25 años; hoy son más de millón y medio, es decir un tercio de esa cohorte de edad. Una masificación ligada a su cambio de funciones: de generar élites a formar cuadros y técnicos para el desarrollo capitalista. La LRU fue la respuesta política a dicho cambio y la autonomía universitaria, el recurso para gestionar su complejidad. Entre competencias concurrentes de ministerio, consejería y universidades, se asumió una roma y dependiente autonomía para afrontar de modo experimental, un nuevo mundo de módulos, créditos, troncalidades, libreopciones, pasarelas y un largo etcétera vía tediosas reuniones de área, departamento, centro, comisión, junta... Todo para atender unos miles de estudiantes frecuentemente desplazados de su carrera preferida por mor de una no siempre ajustada selectividad.

El éxito de la reforma fue efímero. En parte por su carácter experimental, pero sobre todo porque el proceso de cambio social y tecnológico hizo del incremento de capital humano, pieza clave de la competitividad en una economía globalizada, acentuando los requerimientos de todo tipo sobre la Universidad y mostrando las inadaptabilidad de la LRU a la nueva realidad. Hoy es general la coincidencia en que su reforma es necesaria y urgente. Más aún, hay abundante y sugestiva literatura al respecto, incluyendo el desaparecido informe Bricall. Hay ciertos consensos sobre los que deben ser temas centrales: la calidad de la enseñanza, su adecuación a las demandas sociales, la selección, formación y promoción del profesorado, el gobierno y la gestión académicas, la financiación, los retos tecnológicos, la participación social u otros. La cuestión no es pues, la de convencer a nadie de la oportunidad de la reforma; lo estamos todos. La cuestión radica en si es la mejor fórmula iniciarla a partir de una provocación. Porque vistas las reacciones suscitadas, provocación parece el adjudicar las disfunciones del sistema a una supuesta opacidad de la gestión académica y la irresponsabilidad de su gobierno para plantear como panacea su control político.

La gestión universitaria puede ser, de hecho lo es a veces, ineficiente, pero desde luego nada descontrolada. Al contrario tiene más controles que muchas otras instituciones: oficinas de control interno, auditorías de la consejería y de Sindicatura de Cuentas (cosa que no pueden decir todos los ayuntamientos, por ejemplo), aprobación del Consejo Social... En cuanto a la vida académica del profesorado no sólo está sujeta a obstáculos desde la licenciatura, como tesinas o diplomas de estudios avanzados, tesis doctoral, oposiciones varias, etc. sino que su propio y magro estipendio está condicionado por exámenes periódicos de su docencia (quinquenios) e investigación (sexenios). En pocas actividades se rinden tantas y tan reiteradas cuentas.

¿Cómo va a resistirse la Universidad a la reforma y mucho menos a su control social como servicio público que es? Está vivamente interesada en ello. Pero ¿es esto lo que en realidad se plantea? Tras cinco años de gobierno popular sin iniciativas y con un parto de los montes en su reforma de las humanidades, la duda es razonable. Verbigracia: ¿esa apertura-colaboración se consigue a través de la fórmula propuesta, es decir dando la hegemonía en el órgano rector del sistema a delegados directos de la autoridad política en detrimento no ya de las académicas, sino, más grave, de la presencia de los colectivos empresariales, sindicales y sociales cuyo ámbito es desde luego más amplio que el apuntado en el proyecto? Entiéndase desde esa perspectiva, la desconfianza respecto a las intenciones de fondo. Y no es ocioso recordar que la autonomía universitaria si bien puede ser debatida en cuanto a su alcance y contenidos, no deja de ser un valor reconocido expresamente en nuestra Constitución. Insinuar, como hizo el presidente Aznar, que está carente de una dosis de responsabilidad implica una falta de consideración a los equipos rectorales, al profesorado y PAS en su conjunto y además, se roza la descalificación de un valor constitucional.

De ahí que iniciar así el debate conlleve efectos perversos al situar a los agentes de la reforma en bandos separados. Si se pretende reformar el sistema para que cumpla sus antaño tenidas por altas funciones, replantéese desde el diálogo la iniciativa. Sólo a su través pueden centrarse clásicos y nuevos objetivos. Pero entonces, debe ampliarse la interlocución, tanto por bien de la Universidad como del propio poder político. Si lo que se pretende es como se ha escrito y no pocos sospechan, el asalto a unas instituciones críticas, entonces sí el método es adecuado. Pero recuerde esta nueva derecha que antes de la LRU hubo una nonnata LAU. Su fracaso se debió en gran medida a la falta de consenso y coincidió, aunque no fue causa, con el hundimiento de UCD. Insistiré en la idea: sacar adelante propuestas que mejoren nuestro sistema universitario depende de que se articule un ágil, eficaz y representativo modo de relacionar los intereses sociales con el funcionamiento académico para lograr una visión amplia de problemas, objetivos, prioridades y estrategias. Sería un error no hacerlo. No tendría sentido excluir a un servicio público que se costea para formar, crear e innovar, del liderazgo de la transformación social futura.

Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universidad de Valencia.

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