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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Principio del fin

Belgrado ha intentado a su manera satisfacer la promesa que el primer ministro, Zoran Djindjic, hiciera hace unos días en Washington de detener a Slobodan Milosevic antes de que acabara marzo, una de las condiciones impuestas por el Congreso estadounidense para mantener su ayuda de 100 millones de dólares y, más importante, permitir que el Banco Mundial y el Fondo Monetario apuntalen al quebrado país balcánico. Pero el dos veces fracasado arresto del dictador serbio en medio de una enorme confusión revela no sólo falta de voluntad política, sino peligrosas fisuras en diferentes cuerpos del Estado.

La imagen de Milosevic, depuesto en octubre a raíz de un levantamiento popular y acusado de genocidio en Kosovo por el Tribunal de La Haya, atrincherado en su residencia presidencial -un auténtico arsenal, de creer al primer ministro-, no se sabe bien si en calidad de detenido, habla muy poco a favor de las autoridades de Belgrado. El Gobierno ya ha acusado al Ejército -todavía mandado por el general Nebojsa Pavkovic, verdugo en Kosovo y ascendido por el dictador- de haber impedido el arresto en la madrugada del sábado. La insólita situación llevaba al Ministerio del Interior a declarar que Milosevic será detenido 'cuando se den las circunstancias apropiadas...'.

Aun cuando su final parece más cierto e inevitable que nunca, que Milosevic haya anunciado que no se entregará vivo es un bochorno para el Gobierno serbio, y especialmente para el nuevo presidente yugoslavo, Vojislav Kostunica, quien prometió antes de ser elegido que no le extraditaría y sigue manteniendo una actitud hostil hacia el tribunal de la ONU. La orden de arresto contra el hombre que durante diez años ha conducido a su país de una calamidad a otra, perdido cuatro guerras e instigado en Europa los crímenes más atroces y masivos desde la Segunda Guerra Mundial, obedece, en cualquier caso, a acusaciones de corrupción y abuso de poder formuladas por el fiscal, y tendría como objetivo su enjuiciamiento en Serbia, no su entrega a La Haya.

El Gobierno reformista serbio ha ido estrechando el cerco en torno al antiguo factótum de los Balcanes, incluidas las detenciones recientes de algunos de sus más estrechos colaboradores. Pero la insostenible situación de Milosevic, dirigiendo desde su casa al segundo partido del país, y la demora de su detención, considerada inminente una y otra vez, tienen mucho que ver con la ambigüedad de Kostunica y su desencuentro con Djindjic. El presidente ha prometido nuevas leyes que permitan la extradición de Milosevic, pero también ha prevenido al primer ministro contra la tentación de lo que él considera una 'justicia revolucionaria'.

Yugoslavia, donde los crímenes perpetrados a lo largo de una década contra croatas, bosnios o albaneses no suscitan ninguna emoción colectiva, es reticente por razones obvias a confiar su pasado de guerra a la justicia internacional. Pero es de una hipocresía inadmisible que su justicia investigue las cuentas secretas o la construcción ilegal de una mansión por parte de un hombre, Milosevic, acusado por un tribunal de la ONU, a la que Yugoslavia pertenece, de delitos contra la humanidad. Entre otros motivos, porque, a diferencia de la vecina Croacia, que coopera de verdad con la ONU, Serbia sigue siendo refugio de grandes criminales. Por su suelo deambulan impunemente algunos de los más conspicuos asesinos en el punto de mira de los jueces internacionales: desde militares responsables de las matanzas de Vukovar, en Croacia, que no han sido separados del cargo, hasta personajes como Radovan Karadzic o Ratko Mladic, pasando por supremos cargos gubernamentales acusados de genocidio (uno de ellos, Milan Milutinovic, sigue siendo presidente de Serbia), amén de Milosevic.

Los dirigentes yugoslavos, y especialmente el dubitativo Kostunica, deben entender nítidamente que su país no puede ser ni libre ni democrático en medio de la tibieza o la abierta complicidad con quienes han hecho del asesinato colectivo una política de Estado. Y que, al margen de las sanciones de EEUU, no basta con una cal y otra de arena para ganar la respetabilidad internacional.

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