Reformar la reforma
Basta comparar el nivel de las tesis doctorales presentadas a principios del siglo pasado por quienes habrían de ser preclaros intelectuales de los años veinte y treinta con el nivel medio de las que se defienden hoy para acallar la eterna jeremiada sobre la pérdida de calidad que habría experimentado la Universidad española desde cierta edad de oro a esta edad de hierro que nos ha tocado vivir. No hay más que comparar la cantidad y calidad de la investigación que se publicaba en España hace 70 u 80 años con los trabajos que hoy ven la luz para poner en su sitio a los que siempre andan con el tópico de una permanente decadencia, que, de ser cierta, nos habría sumido en la nada.
No ha sido así, desde luego. Lo que hoy se produce como investigación, como ciencia, en nuestras universidades está a años luz de lo que se producía hace cien o cincuenta años. Es simplemente incomparable y sólo los muy aficionados al tópico autoflagelante de que aquí nadie trabaja, de que aquí todo el mundo -excepto los diligentes denunciantes- está tumbado a la bartola, puede sostener cosa semejante. El incremento en la cantidad de alumnos universitarios -no llegaban a 40.000 en 1930, pasan de millón y medio hoy- no ha ido acompañado de una pérdida de calidad ni en el nivel medio de los alumnos que terminan ni en el conjunto del profesorado: es un tópico sin base alguna repetir el célebre argumento de los elitistas de todos los tiempos de que el aumento de cantidad ha provocado un correlativo descenso de calidad.
No se entiende, por eso, que cualquier proyecto de reforma tenga que justificarse en la barata pero bien arraigada demagogia de que todo, hasta la llegada de los reformistas, ha ido mal en el peor de los mundos. Ya pasó con la LOGSE, cuando los responsables de Educación encargaron una evaluación que no confirmó lo que ellos pretendían: el rotundo fracaso de aquella ley en todas las variables posibles. Pasaría lo mismo en la Universidad si se comparase con cualquier época anterior el número de tesis presentadas en los últimos veinte años que encuentran acogida en editoriales privadas o la participación de profesores en coloquios y congresos internacionales; nunca ha habido tantas excelentes publicaciones debidas a becarios o ayudantes y nunca ha sido tan normal la presencia de españoles en foros internacionale. Es un sinsentido lamentar que estamos peor que nunca y que de todo tiene la culpa la ley que se pretende abrogar.
Es cierto que la Universidad española arrastra, aparte de problemas de gestión, un problema agudo de selección y promoción del profesorado. Al mezclar elementos de sistemas difícilmente compatibles, la LRU tuvo, entre otros efectos no deseados y ni siquiera determinados por la letra de la ley, el de favorecer la promoción dentro de la misma Universidad. La tan denostada endogamia comienza, sin embargo, en la lógica preocupación por encontrar un hueco como ayudante o asociado a unos becarios que han cursado con brillantez su licenciatura y que dedican de cuatro a seis años de su vida a una investigación con resultados, por lo general, más que estimables. Es ahí donde habría que actuar, reservando en cada universidad un número estable de plazas de primer nivel, a las que sólo podrían concurrir doctores de otras universidades. Si ese mismo criterio se adoptara luego para el resto de categorías de profesorado, la endogamia desaparecería sin necesidad de armar tanto barullo ni de lanzar tanto globo sonda a ver cómo reaccionan los estamentos interesados.
Las grandes reformas legislativas en materia educativa, a las que tan aficionados se han mostrado los equipos ministeriales desde los tiempos de Pedro Sainz Rodríguez hasta la fecha, mejoran menos de lo que pretenden y en ocasiones pueden empeorarlo todo. En cualquier caso, no estaría mal que para justificar sus ansias reformistas los responsables de la política educativa dejaran de denigrar el presente inventando en el pasado una edad de oro que nunca fue.
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