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Desde el charco

Con ese tono y esa pose del maestrillo que exhibe amenazadoramente la palmeta, José María Aznar lo advirtió el otro día desde Estocolmo: quienes critiquen al Defensor del Pueblo por haber declinado recurrir contra la Ley de Extranjería 'se meten en un charco'. Pues bien, instalado en el húmedo domicilio de batracios al que me destierra la sentencia presidencial, quisiera no tanto criticar como reflexionar acerca del proceso que ha llevado al ex comunista Enrique Múgica, al presunto socialista Múgica a desoír el clamor asociativo, a desconocer sus propios orígenes ideológicos y a adoptar, en el vidrioso tema de la Ley de Extranjería, una obsequiosa inhibición que va mucho más allá de la gratitud debida por el cargo y que, precisamente por proceder de quien procede, se transforma para el Gobierno en una valiosísima coartada.

Lo que, a mi juicio, ha ido empujando a Enrique Múgica hacia el regazo institucional y cultural del Partido Popular no es ni el modelo socioeconómico, ni la política exterior, ni... Socialdemócrata convicto desde mucho antes de que estuviera de moda serlo, occidentalista cuando todavía primaba el tercermundismo, pragmático aun en los tiempos de las utopías, Múgica no ha tenido en todo esto nada que reprochar al PSOE; su desplazamiento hacia la derecha -como el de otros ilustres paisanos suyos- deriva básicamente de la cuestión vasca, es una reacción de rechazo creciente contra lo nacionalista vasco y la consiguiente empatía con el partido estatal que presume de ser el mejor paladín de la españolidad. Salvadas las distancias éticas y estéticas, que son largas, Ricardo García Damborenea ya dibujó, hace años, una trayectoria semejante.

Sin embargo, y mientras García Damborenea era un españolista inveterado, el caso de Múgica es bastante distinto. En 1977, pocas semanas antes de las primeras elecciones democráticas, el político donostiarra declaraba: 'Euskadi es mi país. (...) Yo soy un hombre arraigado en lo vasco y, desde que tengo uso de razón política, he observado una continua y agobiante opresión sobre lo vasco. Y lo vasco vive y vivirá en mí siempre' (Álvaro Santamarina, Enrique Múgica. Perfil humano y político, Editorial Cambio 16, páginas 78 y 87).

Las manifestaciones de fervoroso vasquismo por parte del dirigente socialista no terminan ni mucho menos ahí. Todavía en 1986, siendo ya secretario de política institucional del partido gobernante en España, aseguraba ver las cosas 'desde el interior de lo vasco, desde el corazón del País Vasco'. En un interesante volumen de carácter autobiográfico publicado por esas fechas (Enrique Múgica Herzog, Itinerario hacia la libertad, Plaza & Janés) el autor no sólo evocaba su esforzado aprendizaje del euskera entre los muros del penal de Burgos; no sólo recordaba: '[bajo la dictadura], el nacionalismo era para nosotros una gran fuerza de oposición al régimen. Los nacionalistas vascos eran perseguidos. (...) Durante aquellos años se puede decir que el único aliado que el partido socialista tiene son los nacionalistas, y así se va asumiendo el concepto de Euskadi por los socialistas, y se va asumiendo la ikurriña como bandera de la comunidad, (...) y el Aberri Eguna, que se convierte en una fiesta de todos los vascos' (págs. 19, 166 y 167).

Además de estas observaciones sobre el pasado, Múgica denunciaba en el libro citado la animadversión antivasca de muchos españoles; 'y esa hostilidad, esa incomprensión hacia los vascos se produce incluso en aquellos que deberían estar más abocados a la comprensión de la cuestión vasca, como son los medios de comunicación, los intelectuales. Y ello sucede en los años en que se dice que hay que acabar con la ambigüedad y se les pregunta a los nacionalistas, ¿ustedes son vascos o españoles?, cometiéndose la enorme tontería de aumentar con tan estúpida pregunta las rupturas y las separaciones' (pág. 168).

Avanzando por la misma línea, el futuro ministro de Justicia señalaba que 'en el País Vasco hay muchos ciudadanos que no se sienten españoles en primer término', que el propio Estado carecía allí de legitimidad, y que ninguno de ambos problemas podía resolverse por la imposición. Y añadía, entre otras cosas, estas dos: 'Sus ideas [las de ETA] coinciden con las de Herri Batasuna. Pero no es bueno, ni debe hacerse, identificar a una y otra. Es algo que no responde a la realidad. Se puede identificar a ETA con un sector de HB. ¿Pero todos los votantes de HB están a favor del crimen, de la extorsión y del secuestro? Yo creo que no'. En cuanto al fin de la violencia, 'es impracticable negociar con ETA', pero tras un acuerdo entre todos los partidos vascos 'podrían ser aplicadas todo tipo de medidas. Medidas de tolerancia, medidas de gracia, de reinserción, etcétera. Es decir, todas las medidas posibles. Porque ningún camino para conseguir la pacificación de Euskadi debe estar cerrado' (págs. 169 a 173).

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Sí, tenía razón el ministro portavoz cuando reconoció recientemente que 'el terrorismo eclipsa todos los problemas'; me permito añadir que cuando, además, acosa a tus amigos y asesina a tu hermano, entonces puede obnubilar ideas y torcer trayectorias. Después de que, en el Parlamento vasco, los demonizados PNV y EA, más la vilipendiada Ezquer Batua-IU, votaron por el recurso contra la Ley de Extranjería, Múgica Herzog bien pudo creer que su obligación era hacer lo contrario porque, al enemigo, ni agua. De cualquier modo, los efectos deletéreos del terrorismo alcanzan ya lo grotesco cuando don Jaime Ignacio del Burgo, de Unión del Pueblo Navarro, desembarca en Barcelona para, en ademán de cazador de brujas, denunciar que exista una calle dedicada... a Sabino Arana y exigir que se le cambie el nombre. Sí, por favor, que se lo quiten y restablezcan el antiguo, el del triunviro falangista Roberto Bassas; éste será sin duda más del gusto del señor Del Burgo y de su familia, tanto biológica como política.

Joan B. Culla es profesor de Historia contemporánea de la UAB.

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