De alternancias y otras zarandajas
La alternancia política ha tenido mala prensa en España durante bastante tiempo. El abuso que se hizo de ella durante el régimen pseudo-democrático de la Restauración generó la devaluación de un fenómeno que en realidad forma parte de la esencia del propio régimen democrático. Cuando están cierto tiempo en el poder, las formaciones políticas empiezan a mostrar signos de agotamiento, que el electorado percibe con claridad y ello se traduce en ansias de cambio. Ese fenómeno conduce a que los ciudadanos opten por depositar su confianza en un partido de signo opuesto al que gobierna. Cuando eso ocurre, se produce la alternancia, que poco tiene que ver con lo que ocurría en España durante la Restauración.
Ahora bien, ese fenómeno de la alternancia no se produce de forma mecánica, y no puede ser interpretado como un axioma que se presente cíclicamente sin realizar una serie de matizaciones. En primer lugar, los ciudadanos tardan en reconocer los errores de los gobernantes pues les conceden un período de gracia que será más o menos largo, en función de algunos parámetros y tal vez, el más importante entre éstos sea la credibilidad que merezca la oposición. Recuerdo el asombro que producía en algunos gobernantes socialistas que algunos de los más clamorosos errores de los primeros tiempos eran ignorados por los electores, asombro sólo comparable a los últimos tiempos del Gobierno de Felipe González, cuando cualquier cosa, por bien que se hiciera, parecía salir mal. En ese período de gracia se forman las bases para la prepotencia, que termina por provocar el rechazo del electorado. Inmediatamente después del referéndum de la OTAN, un dirigente socialista se dirigió a los parlamentarios con un mensaje que significaba que éramos capaces de cualquier cosa. Naturalmente los ciudadanos pronto lanzaron un aviso (elecciones locales y autonómicas de 1987) que no fue percibido con claridad, aunque se hiciera esperar el cambio de tendencia posiblemente por la poca credibilidad de la oposición.
En segundo lugar, los cambios del electorado no siempre tienen que ver con el ciclo económico. Parece lógico pensar que cuando las cosas van bien en el terreno económico, los ciudadanos deberían sostener al mismo Gobierno que ha logrado esa bonanza. No siempre es así y en ciertos casos parece como si esos mismos ciudadanos cuando ya tienen una situación desahogada, optaran por otra política encaminada sea a distribuir mejor (giro a la izquierda) sea a gastar menos dinero público y bajar los impuestos (giro a la derecha). Todo ello con independencia de que la sagacidad de los ciudadanos percibe que la mejora económica no es siempre consecuencia de una política nacional sino la mayor parte de las veces es producto de una coyuntura internacional.
En tercer lugar, el agotamiento de ciclo, que es el preludio de un cambio de Gobierno cuando se lleva cierto tiempo gobernando, tiene sus excepciones. En algunos países (Suecia, por ejemplo) existe un partido hegemónico (el socialdemócrata), cuya ideología llega a ser uno de los rasgos definitorios nacionales, hasta el punto de que los períodos de gobierno de oras opciones son escasos o inexistentes. Podría pensarse que, en tales casos, el partido hegemónico muestra una gran versatilidad pero no siempre es así, y si no piénsese en lo que ocurre en Galicia con el PP, o en Baviera con la CSU, regiones en las que gobiernan partidos anquilosados a cuyo frente ha habido líderes que parecen venir del Pleistoceno. Finalmente se debería señalar que cuando viene lo del cambio poco importan las simpatías políticas o la valoración de la acción de Gobierno. En tales casos parece como si los ciudadanos quisieran decir: 'Ahora les toca gobernar a los otros'. En las elecciones autonómicas de 1995 en el País Valenciano, se produjo la paradoja de que los ciudadanos valoraban muy positivamente a Lerma y a su Gobierno, se declaraban mayoritariamente de centro-izquierda e incluso había un porcentaje que quería que ganara el PSPV muy superior al que estaba dispuesto a votarlo y aún así perdimos clamorosamente.
Ahora bien, para que el fenómeno de la alternancia no pierda sus raíces democráticas, es necesario que se produzcan algunas circunstancias. La primera y más importante es que el partido de la oposición sea percibido como un partido de gobierno. No cabe duda que la más importante característica de un líder, aunque su partido esté en la oposición, consiste en que los ciudadanos puedan identificarse con él, pero sobre todo que le vean como presidente del Gobierno. Hacen falta más cosas, sin duda, entre ellas la elaboración de un mensaje atractivo, que sea capaz degenerar ilusión, pero al mismo tiempo que sea percibido como realizable. Tienen razón los actuales dirigentes del PSOE cuando se manifiestan partidarios de una forma de oposición que sea percibida como útil. Creo que los mayores errores que cometimos los socialistas a partir de 1995-96 fueron considerar que el PP iba a durar poco en el poder, que volvería a nosotros -por supuesto con los mismos líderes- en poco tiempo como fruta madura, y copiar el brutal sistema de oposición con el que nos había castigado el PP. Será injusto, pero toda la ración de crispación que podía soportar la ciudadanía había sido agotada por el PP, por lo que seguir por ese camino y tratar de devolver los golpes constituyó un error.
Podría añadirse que para que exista alternancia democrática se precisa también que el partido en el poder respete y transmita respeto hacia la oposición, y ahí creo que se encuentra uno de los puntos más preocupantes de la actual situación. No resulta muy edificante que desde el Gobierno y sus numerosos corifeos mediáticos haya intentos de perpetuarse en el poder sobre la base de destrozar al contrincante. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que las encuestas empiezan a ir bien para el PSOE cuando se acentúan los ataques desde los medios gubernamentales hacia la oposición, o bien cuando los ministros asumen esa postura tan habitual suya de hacer oposición a la oposición. Recuerdo que en la legislatura 82-86 quienes éramos parlamentarios socialistas recibimos instrucciones de no argumentar nuestras posturas con ataques al pasado de la oposición. No cabe duda que me gustaría que los dirigentes del PP hicieran otro tanto. Hay otros nubarrones que se ciernen sobre el panorama político, posiblemente el más preocupante sea esa propensión de los populares a perseguir a todo aquél que no comulgue con sus posiciones, y si eso es grave cuando se trata del terreno político, mayor gravedad tiene cuando esas actuaciones tienen lugar en el terreno económico y social, porque al final se termina desestructurando la sociedad, y eso acaba pasando factura a su autor, pero también daña a la esencia de la cultura democrática. Gobernar en democracia significa respeto a todos y no premiar a los amigos y perseguir a los que no lo son.
A propósito de eso hace algunos años oí una alocución de un líder latinoamericano, que proponía como programa: premio a los amigos y palo a los enemigos. Quiero aclarar que ese líder era el general Noriega, y recordar que terminó su vida política en una prisión americana.
Luis Berenguer es eurodiputado socialista.
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