El espía que escuchó desde el cielo
La confirmación por el Supremo de la sentencia dictada en mayo de 1999 por la Audiencia Provincial de Madrid contra el general Alonso Manglano, el ex teniente coronel Perote y otros cinco funcionarios del Centro Superior de Investigación de la Defensa (Cesid) como responsables de un delito de interceptación telefónica ilegal ha zanjado el litigio en la vía penal; a la hora de resolver los previsibles recursos de amparo de los condenados, el Tribunal Constitucional sólo tomará en consideración las eventuales conculcaciones de los derechos fundamentales y las garantías procesales en la instrucción, juicio oral y fallo del caso. Sigue vivo, en cambio, el debate acerca del tipo de instrumentos a que puede recurrir un Estado de Derecho, mas allá de los procedimientos legales trasparentes, para perseguir las actuaciones del crimen organizado sin atentar contra las libertades y los valores democráticos.
En términos constitucionales y penales, el asunto de las escuchas del Cesid apenas dejaba márgenes razonables para la duda. El artículo 18 de la Constitución garantiza el secreto de las comunicaciones telefónicas si no media autorización judicial: la infracción de ese mandato está configurada como delito en el Código Penal. La Audiencia madrileña declaró probado que los barridos del espacio radioeléctrico realizados por el Cesid habían incluido en sus rastreos las bandas de frecuencia reservadas a los teléfonos inalámbricos y que la central de inteligencia registró y almacenó conversaciones del Rey y de políticos, empresarios y periodistas. Las vías a través de las cuales fueron dadas a conocer las grabaciones mostraron, para mayor inri de los implicados, que los aparatos de seguridad del Estado habían estado trabajando en realidad para unos delincuentes: en 1995 Conde recibió de manos de Perote algunas de esas cintas y transcripciones y las difundió a través del diario El Mundo para chantajear al Gobierno.
La tesis exculpatoria de que el secreto de las comunicaciones telefónicas cubriría exclusivamente las transmisiones a través de cable resulta jurídicamente insostenible; la sentencia del Supremo rechaza contundentemente esa 'cristalización o fosilización de las tecnologías' al servicio de la impunidad: la marginación de la telefonía inalámbrica del amparo constitucional y penal equivaldría a convertirla 'en una especie de tierra inexplorada y sin titulares, dispuesta a ser ocupada por el primer aventurero que dispusiera de medios para captarla'. El argumento según el cual otros Estados europeos admiten en determinados supuestos la interceptación gubernativa de las comunicaciones telefónicas sin previa autorización judicial tropieza - guste o no-con la letra inequívoca del artículo 18. Las novelas y las películas de espías, desde la cínica licencia para matar extendida por Ian Fleming a favor de James Bond hasta los conflictos morales de los personajes de John Le Carré, han popularizado también la idea de que las viejas democracias conceden bajo cuerda un trato penalmente exculpatorio a los agentes de los servicios secretos cuando son atrapados delictivamente con las manos en la masa. Sin duda, la apelación a la seguridad nacional como causa de justificación de las escuchas ilegales realizadas por el Cesid hace un guiño a los aficionados a ese género literario y cinematográfico. Pero la aceptación de tales prácticas significaría el restablecimiento de la razón de Estado, arbitrariamente interpretada por sus administradores, y la puesta entre paréntesis de los derechos y libertades.fundamentales .
Rafael del Águila ha estudiado en La senda del mal (Taurus, 2000) los arduos problemas ético-políticos planteados a la democracia por las inevitables tensiones entre la seguridad de las instituciones y las libertades ciudadanas, así como la impropiedad de las simplistas réplicas extremas dadas a esos delicados conflictos por los implacables (pragmáticos defensores de la razón de Estado) y los impecables (angélicos aplicadores de reglas justas dictadas por sabios legisladores). El asunto de las escuchas del Cesid, en cualquier caso, ofrece escasa materia para ese debate: la sentencia del Supremo subraya que la exculpación penal en nombre de la seguridad nacional del delito de interceptar conversaciones privadas a través de la telefonía inalámbrica significaría convertir la intimidad en producto accesible, 'sin costos ni respuesta jurídica', a los servicios secretos del Estado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Emilio Alonso Manglano
- Opinión
- Juan Alberto Perote
- Tribunal Supremo
- Escuchas telefónicas
- Cesid
- Cooperación policial
- Orden público
- Servicios inteligencia
- Intromisión intimidad
- Seguridad ciudadana
- Espionaje
- Tribunales
- Fuerzas seguridad
- Poder judicial
- Seguridad nacional
- Relaciones exteriores
- España
- Delitos
- Proceso judicial
- Defensa
- Política
- Justicia