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Reportaje:RAÍCES

La cultura no es barata

El turismo puede jugar un papel notable en la conservación del patrimonio histórico andaluz

El turismo puede jugar un papel notable en la conservación del patrimonio histórico andaluz

La cuestión de la presión del turismo sobre el patrimonio cultural tratando de convertirlo en producto de consumo se ha planteado hace poco como si ello fuera algo reciente y como si, en Andalucía, el patrimonio artístico estuviera al borde del colapso.

Sin embargo, el consumo existe desde hace mucho: en el siglo XVIII el asistente Francisco de Bruna metía en su casa el Trajano del Museo Arqueológico de Sevilla y pudo alabarlo Moratín mientras tomaba el café de sobremesa. Más tarde, media Itálica entraba en un palacio de la calle Cuna en el que son romanos hasta los mármoles del zaguán. Acaparadores mínimos eran esos Richards que dibujaba Richard Ford mientras hurgaban en las yeserías de la Alhambra para apropiarse de fragmentos del monumento como souvenirs.

Aunque nadie sepa qué hubiera sido de las piezas, ahora en los museos, en caso de seguir en su emplazamiento original, tampoco podemos conocer los avances de aquella sociedad si el anhelo artístico de unos pocos se hubiera fijado en abrir y equipar recintos públicos para que pudieran ser contempladas por todos. De todos modos corrían los tiempos postreros del consumo privado porque un turismo de élites cada vez mayores recorría ya el mundo en busca de maravillas que contemplar. Nacía también la fotografía para poder llevárselas.

Ese turismo puesto en entredicho creció por varios conductos: por los nacionalismos, que, entre los siglos XIX y XX, potenciaron las excavaciones para mostrar la antigüedad del país y las sociedades para el reconocimiento de un territorio por sus habitantes en la exploración dominical de las bellezas de la Patria, cantada lo mismo por Giuseppe Verdi que por Mosén Jacint Verdaguer y sufrida en estas tierras por los componentes de los primeros Ateneos. Mientras aquí eran las desamortizaciones las que creaban los museos, los estados poderosos abrían sus propias galerías para enseñar piezas exóticas como trofeos de contiendas y expediciones civilizatorias.

Naturalmente, en esta dinámica dirigida por la ideología predominó la gratuidad de lo mostrado, una herencia común. La economía venía después, cuando había que trabajar o usufructuar esa herencia.

Lujosos hoteles

El otro camino era de hierro: poniendo como metas lujosos hoteles en paraísos ignotos los ferrocarriles se lanzaron a la caza y captura de viajeros y al fomento de las mayores distancias utilizando el apetito de belleza y aventura para conseguir beneficios.

Si la lengua era compañera del imperio, la cultura visual -el Arte Visoria como la llamó Caro Baroja- siempre fue del brazo con la ideología y la economía.

El triste final de los Budas gigantes de Bamiyan nos lleva a pensar que se hubieran salvado en caso de haber sido llevados al British Museum o al Ermitage por el expolio colonial. Pero, ¿no podría haberse dado otro proceso en el que la apertura favoreciera el turismo y sus beneficios hubieran logrado que la Administración afgana fuera hoy, como las de Egipto o Marruecos, pasables guardianas de su patrimonio?

'La Cultura no es barata', pregonaba una campaña del Gobierno alemán de hace unos años, quizás porque en los museos berlineses las décadas de administración comunista se habían obstinado en la gratuidad mientras la mugre y la incuria inundaban el precioso altar de Pérgamo o la calle de la procesión de Istar.

Gratuidad y conservación deficiente (y hasta destrucción) o pago por visita e industria cultural, he aquí el dilema en cuyo equilibrio trabajan muchos países poniendo un precio a la entrada en museos y conjuntos monumentales, realizando grandes intervenciones en ellos para dotarlos de tiendas, restaurantes y librerías, programando exposiciones atractivas y publicitando todo ello tanto por medio de las mismas intervenciones arquitectónicas como con campañas clásicas o innovadoras en los medios de comunicación. Potenciando la presión, en definitiva.

La pirámide del Louvre como señuelo no era algo novedoso; ya 100 años antes, en Creta, Evans quiso llamar la atención con su polémica 'reconstrucción' de Cnosos. Tampoco su forma poliédrica era un simple capricho; aparte de dar mucha luz, está relacionada con el vecino Arco del Carrusel, conmemorativo de la Batalla de las Pirámides, y con gran parte del contenido del propio museo, botín de aquella campaña. Es una estrategia que también se buscó en Londres encargando a Stirling la ampliación de la Tate Gallery o en Venecia montando exposiciones con atractivo mundial.

Todo eso se lleva a cabo porque hoy la cuestión no es la de eliminar la presión mercantil, sino la de lograr la ecuación entre el producto cultural y su disfrute por millones de personas en condiciones óptimas.

Nada de eso es todavía habitual por aquí. El drama de nuestro patrimonio cultural no está en que corra peligro inminente de convertirse en producto mercantil multitudinario, sino en que, muchas veces, la falta de instalaciones no permite la visita reposada y reglada de millones de personas.

Su escasa proyección, exceptuada la Alhambra, tampoco pone demasiado cercana esa posibilidad, pero eso, al fin y al cabo, no es sino otra forma de guardar el equilibrio porque la gratuidad de su acceso llevaría a un gran aumento de los gastos de mantenimiento sin que subieran los ingresos.

No le demos más vueltas: la imaginación del sector privado y las inversiones públicas sólo son posibles si existe un turismo de masas que, aunque practicado por gentes que gustaban poco a Ortega y Gasset, termina con las interrogantes sobre el futuro del patrimonio; fue esa interacción lo que antes puso fin a la visión privada de la belleza del pasado y lo que hoy la potencia y la salva para la posteridad.

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