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LA CRÓNICA
Columna
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Hechas las cuentas

Llamó mi amigo Alberto y dijo que tenía algo interesante que enseñarme. Aceptó explicarse por teléfono, para que no perdiera el tiempo y supongo que para poner a prueba el propio interés de lo que contaba: mi amigo lleva algún tiempo enfermo y ocupa sus días en largos paseos, pensando en su vida y en la de los otros, y estas situaciones frecuentemente hacen perder la medida de las cosas.

Explicó en apenas un par de minutos que muy cerca de donde vivía estaban a punto de derribar un viejo edificio, que tendría más de un siglo. Era el último de una serie de grandes derribos múltiples en la zona del Bogatell. Detalló que todos los balcones de la fachada principal estaban ya tapiados, a excepción de un par de ellos por donde aparecía a veces una mujer mayor que tendía la ropa o regaba un geranio. Ahí se detuvo y me preguntó si me interesaba. Vacilé un momento, porque había leído en los periódicos de otros días que una plaga fulminante estaba destruyendo los geranios de la ciudad y pensé que mi amigo se adornaba, y que tal vez lo que empezaba en el geranio podía acabar afectando al mismo corazón de los hechos, como suele suceder cuando los hechos no son nada más que una cierta y laboriosa voluntad de estilo. Él, por razones que desconozco, debió de advertir algo de eso y añadió enseguida que el geranio estaba en flor, rosa pálido concretamente.

Cuando llegué allí, al número 54 de la calle del Bogatell, vi que todo era cierto. Además era magnífico. Amo la demolición como un melancólico futurista, y un ejército de camiones, excavadoras y martillos estaba dando buena cuenta de la fábrica de pinturas del legendario Titán del Bogatell, que así llamaban en la ciudad, haciendo ruido retórico con la marca comercial, al raro, rico y culto caballero que la poseyó. Había mucho fragor y mucho polvo y gritos de hombres, y eso habría bastado para entretenerme varias horas. Una persona de mi confianza dice que yo sería capaz de entretenerme aunque fuera mosca y la vida un cristal, pero, naturalmente, no pasa de ser una hipótesis. Allí, en cualquier caso, había movimiento y las buenas vibraciones que provoca el cambio en la costumbre.

Sin embargo, mi objetivo era la casa. Así que di la vuelta y me encaré con ella, y bastó ese movimiento para que desparecieran el ruido y el polvo. Había quedado con Alberto frente a la puerta, pero yo había llegado a propósito un poco antes. Prefería escuchar sus comentarios después de habérmelas con el texto. La puerta estaba cerrada y aunque golpée varias veces nadie respondió. Retrocedí y rodée el edificio, y antes de completar la vuelta me topé con una ventana entreabierta, protegida con verja, en la planta baja. Había una mujer dentro y la llamé, y después de las buenas tardes vi que mi amigo cruzaba alegremente la calle y venía hacia mí. Saludó, dijo que era vecino y se sumó con suavidad a la conversación.

La conversación duró un par de horas y fue realmente agradable. A mi amigo, para su enfermedad, le conviene estar de pie y yo me apoyaba de cuando en cuando en la verja. En cuanto a ella, que pasaba de los 60 y anotaré que era muy bella (ninguna mujer escribirá al periódico para preguntarme irónicamente por su inteligencia: los años devuelven la apología de la belleza a la legalidad), estuvo siempre recta y pareció muy a gusto. Dijo que hace 40 años, cuando empezó a vivir allí, el barrio estaba rodeado de fábricas, aunque nunca se fijó demasiado en él. Contestó 'para ser libre' a la pregunta de por qué vino desde su pueblo extremeño. Dijo esto con una sonrisa delicada y prometedora, y las preguntas insistieron una y otra vez en colarse por esa rendija hasta que aclaró que el tiempo se le había pasado ahí, desde donde hablaba, en lo que había sido una casa de comidas con buena fama entre los trabajadores de las cercanías. Sin recelo detalló que había trabajado en la fábrica de pinturas y había venido a este bar como clienta hasta que el dueño y ella se enamoraron. Entre sus recuerdos no figuraba la primera noche que durmió en la casa, pero sí la mañana en que entró por vez primera en la cocina, y es que es muy diferente ver un bar por fuera que por dentro, añadió. Hablamos de los balcones tapiados, y ella detalló con precisión el procedimiento: cuando los contratistas llegaban a un acuerdo con un inquilino y éste se marchaba, venían de inmediato los albañiles y tapiaban las puertas, por dentro y por fuera, y así se habían ido yendo, y así era también que sólo quedaban dos balcones abiertos. No lo encontraba necesario, prosiguió, ese afán, como no fuera para hacerles ver a los que se quedaban que eran una ruina y que debían arreglar su situación. Mientras duró nuestra conversación, Alberto y yo, como es costumbre cuando dos que se conocen hablan con un extraño, evitamos mirarnos, excepto en el momento siguiente: cuando, hablando de su marido, nacido en un pueblo de Cuenca donde tiraba de un carro, dijo que él había hecho en la vida todo lo que quiso hacer, ni más ni menos, y que, por consiguiente, era un hombre muy feliz, al que le habían salido las cuentas, así lo dijo; pero que a ella no, porque a ella la vida se le había quedado corta, dado lo que ella era o creía ser, sonrió.

Mi amigo quiso acompañarme hasta la calle donde había dejado el coche y así volvimos a pasar por la fachada principal. Sacaba metáforas, tal vez intranquilo por mi suerte. Habló de los balcones tapiados como nichos, como nichos que iban instalándose poco a poco donde hubo vida. Yo le pregunté, con afán práctico y para desengrasar, si tapiarían todos los balcones y ventanas antes del derribo final, pero no lo sabía y no insistí.

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