Restos de Estado
Cuando la gente se ve sometida a una amenaza difusa y persistente contra la vida, todas las respuestas son posibles, desde la de quienes bajan la cerviz y se someten, hasta la de quienes echan mano a la ancestral ley del talión y se cobran ojo por ojo. Cuando existe un Estado de derecho, el agredido confía durante cierto tiempo en no tener que optar entre la humillación de cumplir lo que se le exige o tomarse la justicia por su mano. Se supone que el Estado cuenta con medios suficientes para hacer innecesarias esas respuestas extremas.
Lo que presenciamos día a día en Euskadi es la quiebra de un Estado capaz de garantizar a sus ciudadanos el ejercicio de sus derechos fundamentales. No es nada insólito: en el siglo XX, en la civilizada Europa, el Estado de derecho ha quebrado en decenas de casos por rebelión desde dentro, en forma de golpe militar, o por asalto desde fuera, en forma de revolución. Normalmente, esa quiebra viene precedida por un creciente deterioro del orden público que extiende entre los ciudadanos una sensación de inseguridad multiplicada por la impotencia y el miedo.
Es esta sensación, y la simultánea incapacidad del Estado para ponerle fin, lo que acaba por abrir las compuertas a aquellas conductas extremas. Hoy sabemos que empresarios y deportistas vascos sufren en silencio la extorsión de una organización armada: ni a ellos se les pasa por la cabeza denunciar el hecho a la Consejería de Interior, ni al Gobierno de Euskadi -que es parte del Estado- se le ocurre tomar ninguna iniciativa para identificar a los extorsionadores y ponerlos a buen recaudo. Un monopolio del poder público ha sido impunemente liquidado sin que ese Gobierno se haya sentido en la necesidad de dar cuentas de su humillante abdicación.
No puede entenderse que un Gobierno se deje arrebatar ese monopolio, como el de la violencia legítima, si no existe un acuerdo de fines con los agresores. Seguramente sus titulares piensan que se trata de una situación coyuntural y que una vez obtenido el fin común podrán reconducirla, echándoles la policía encima y sometiéndolos a las leyes del nuevo Estado soberano. Es inútil avisar de que se engañan o que cometen un monumental error: ni se engañan ni se equivocan. La identidad en los fines prevalece sobre la diversidad en los medios como guía de una estrategia encaminada a la formación de un nuevo Estado sobre una base étnica. Por eso tratan a los agresores con guante blanco; por eso los mencionan sólo una vez en el acuerdo de bases políticas y programáticas firmado entre PNV y EA para la legislatura 2001-2005; por eso hablan y actúan como si no existieran.
El obstáculo con que tropieza esa estrategia no procede de quienes se someten, sino de quienes resisten. Hasta hoy, los resistentes están pagando un altísimo precio sin que jamás hayan emprendido represalias vengativas. Sólo el presidente del PNV amenazó, hace siete años, con la posibilidad de que ciertas 'gentes vascas' decidieran 'acabar con la impunidad y la chulería de quienes matan, secuestran, extorsionan, agreden... y lleguemos así a lo que ellos han comenzado hace tiempo y llaman enfrentamiento civil'. Habían asesinado al sargento mayor y preparado seis atentados contra el consejero de Interior, y Arzalluz se creyó en el deber de lanzar una advertencia en el mejor estilo de los profetas de Yavé.
Palabras vanas: el Gobierno de su partido ha renunciado a garantizar los derechos de los ciudadanos y les induce, por tanto, a someterse y pagar o a responder con la ley del talión. Lo primero ya está conseguido; lo segundo ha logrado evitarse, ¿hasta cuándo?, gracias a la valerosa intervención de un alcalde y una alcaldesa socialistas, Totorica en Ermua y Urchueguía en Lasarte. En estas 'gentes vascas' es donde radican los restos del Estado que van quedando en Euskadi. En ellas, y en todos los que resisten a ETA y a sus cómplices, es donde radica hoy la esperanza de que la amenazante quiebra del Estado no hunda a Euskadi en el enfrentamiento civil que en 1994 evocaba Arzalluz y que desde 1998 no ha dejado de propiciar.
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