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Columna
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Los cincuenta

Hay en Málaga cincuenta personas que viven permanentemente en la calle. No sé cómo será la vida permanente en la calle, el sueño y el baño, por ejemplo, esas dos cosas esenciales y solitarias. También existen vagabundos más moderados, unos novecientos, que alternan la calle, el asilo y alguna casa. Lo dice Cáritas. Hasta hace poco, la gente sin techo caía en la ruina por efecto del vino o de alguna droga peor, pero hoy, según Cáritas, el hundimiento en la calle maldita puede tener causas directamente económicas y sentimentales: la nada callejera amenaza a los jóvenes que jamás encuentran trabajo y acaban buscando en los cubos de basura, y a los hijos de las familias que se desintegran de repente.

Los vagabundos florecieron en los felices años 80, tiempo de cartoneros (alguno acabó fundando una gran empresa residual). Entonces cualquiera podía hacerse rico, pero tres o cuatro días después no era imposible que se convirtiera en el más pobre del mundo. A esto llamábamos capitalismo emprendedor, una cosa que se parecía a una fiesta (en las fiestas siempre hay uno que mira por una ventana cómo bailan los demás mientras otro vomita en el lavabo). El sueño se prolongó en los noventa, y hasta hoy, después de alcanzar su plenitud en la Unión Soviética, donde todos eran comunistas, iguales, sin nada, y hoy alguno es el rey del petróleo. ¿Cómo compró la corona ese afortunado comunista? Son los milagros del capitalismo. Llegas tarde al aeropuerto, pierdes el avión y una cita, pierdes el trabajo y la casa. Todo se arreglará, rectificaremos, pero miras cómo te hundes como si fueras otro, y no puedes mover un dedo. Adiós. Y ya eres el rey de la calle, y bebes vino de cartón con dos embajadores extranjeros que un día fueron camaradas del rey del petróleo ruso.

Mi única relación con un ser de la calle no ha sido mala. Era un hombre de 30 años, un drogado. Digamos que se llamaba Pablo, aunque no se llamaba Pablo. Tenía días apacibles, encantadores, y días turbulentos en los que parecía un profeta, Che Guevara escuálido con botas milicianas y boina. En sus días bíblicos e indignados no reconocía a nadie y andaba en éxtasis y en zigzag, como cortando la calle con un bastón de ciego. Me pedía dinero, y yo le daba mínimas cantidades que oscilaban entre las 100 y las 500 pesetas. Me hizo regalos (y entonces no me pidió nada): recuerdo un disco de Cher, una naranja, dos cabezas de ajos y su autobiografía manuscrita.

Alguna vez me pidió cantidades mayores, un préstamo, decía, porque tenía que ingresar en cierto centro o en la cárcel. Siempre seguía por aquí, dando vueltas, y yo le negué el préstamo sistemáticamente. No hace mucho me pidió 3.000 pesetas para ingresar al día siguiente en la cárcel. Yo le di 100, y le llamé embustero de una forma delicada: 'Ya has ingresado diez veces en un mes', le dije. 'Esta vez me voy de verdad', respondió, y no he vuelto a verlo. Me quedé con su autobiografía, o los primeros capítulos de su autobiografía, ilustrada, tres hojas donde dice que su madre se llama María, su padre José, y que sus hermanos y amigos a él le llaman Jesús Cristo.

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