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LA CRÓNICA
Columna
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Vientos gitanos

En una esquina del Eixample, un gitano toca la trompeta con una mano y un teclado con la otra. El pasodoble, interpretado con cierta desgana, no logra disimular el alma del instrumentista. Me acerco para darle una merecida moneda y le pregunto: '¿Y la cabra?'. Tengo que repetírselo porque parece no entenderme hasta que, finalmente, me responde con acento portugués: 'La cabra está en el cielo'. El chumpa-chumpa del teclado sigue sonando y el músico, acompañado por una mujer que pasa un cesto de mimbre en busca de voluntades entre los transeúntes, regresa a su trompeta y asusta a un niño que, en su cochecito, pasaba por ahí. La típica cabra que solían incluir en esas emboscadas callejeras ha pasado a la historia. Aunque sobreviviera, seguro que las autoridades la prohibirían para evitar cualquiera de las múltiples plagas que asolan nuestro desconcertado continente.

Hijos de una heterogénea nación sin Estado, los gitanos suman más de ocho millones de personas que recorren Europa buscándose la vida

Será casualidad, pero hace un rato yo estaba en una tienda comprando un CD titulado Radio Pascani. Los intérpretes son Fanfare Ciocarlia, un grupo compuesto por nueve cíngaros rumanos, casi todos parientes. Ocho tocan instrumentos de viento y uno la percusión. Suelen actuar en bodas y banquetes y otras juergas de esas que se sabe cuándo empiezan pero nunca cuándo terminan. Viven en un pueblo de 400 habitantes llamado Zeje Prajini, a un tiro de piedra de la República moldava, en una zona aislada, de difícil acceso y, por supuesto, pobre. Su música, en cambio, es rica y vigorosa. Te absorbe como un torbellino y, al poco rato de escucharla, ya estás bailando como un poseso y te entra una sed terrible de aguardiente de ciruela o de cualquiera de esos brebajes con el que los hombres suelen brindar, con indistinta pasión, por victorias o derrotas, muertos o recién nacidos. La cuestión es bailar hasta el amanecer, descamisarse, saltar, beber, abrazarse y, por supuesto, llorar a moco tendido hasta olvidar la causa de tanto sudor y lágrimas. Según la información que incluye el CD, este tipo de orquestas tiene su origen a principios del siglo XIX. Fanfarrias militares turcas reconvertidas por la invasión otomana, partituras orales transmitidas de padres a hijos, que cada intérprete intenta acelerar al máximo en un alarde de virtuosismo manicomial pero fascinante. Las 24 piezas incluidas en el CD son, a menudo, un duelo entre instrumentos, a ver quién consigue tocar más deprisa. Mezcla de búlgaros y macedonios, de turcos y rumanos, los compases se contagian unos a otros creando una atmósfera de fiesta permanente, de baile interminable. Aunque apenas cantan, el mensaje de la música, como el del trompetista callejero o la cabra celestial, está más que claro: existimos.

Que los gitanos sean noticia por algo más que por traficar con drogas debería ser lo normal. Y sin embargo, el tópico les condena a este papel con un maniqueísmo equivalente a juzgar la conducta de los payos sólo en función de los asesinatos que cometen cada día. ¡Como si todos los traficantes de droga fueran gitanos! La música, en cambio, sigue siendo uno de sus refugios. El lider radical de la causa rom Rudko Kawczynski escribió: 'Nos hemos convertido en lo que los payos han hecho de nosotros. Una nación de mendigos y de parias, prisioneros del papel que se nos ha asignado, el de payasos musicales en los vertederos de la sociedad de la abundancia'. Pero la manera de interpretar esa música incluye muchas pistas sobre el dolor que recorre la espalda de su historia. En romaní o en caló, el lamento se expande al compás de unos ritmos que crean adicción. Hijos de una heterogénea nación sin Estado, los gitanos suman más de ocho millones de personas que recorren Europa buscándose la vida. Sus raíces no mienten: exterminados por el fascismo croata, el estalinismo soviético y el nazismo alemán, deportados en Hungría, privados del voto en Francia, perseguidos por los Reyes Católicos y esclavos en Rumania, tienen motivos para desconfiar de todo. Todavía hoy, algunos intelectuales, como Günter Grass, tienen que levantar la voz para que les sea concedido algo tan simple como un pasaporte que legalice su libertad de movimientos por un continente que se resiste a aceptarlos con la misma pasión con la que algunos de ellos se resisten a ser aceptados. Quizá sería bueno darles vela en este entierro para, de este modo, distinguir entre honrados y chorizos y evitar mafias tan desesperadas como las que denunciaba el cineasta Emir Kusturica en El tiempo de los gitanos. La música, sin embargo, como la gastronomía y la bebida, es una buena manera de cargarse los tópicos y darse cuenta de que muchos representantes de esta multitudinaria minoría tienen menos derechos que la cabra que, por razones sanitarias, ya no forma parte de sus espectáculos callejeros. Y la música de Fanfare Ciocarlia es un buen antídoto para empezar a combatir tantos (los nuestros y los suyos) prejuicios.

Muchos de ellos tienen menos derechos que la cabra que, por razones sanitarias, ya no actúa en sus espectáculos callejeros.
Muchos de ellos tienen menos derechos que la cabra que, por razones sanitarias, ya no actúa en sus espectáculos callejeros.CRISTÓBAL MANUEL
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