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Freudiana

Manuel Cruz

Por paradójico que a primera vista pueda parecer, que una revista de psicoanálisis como Freudiana cumpla diez años constituye un indicio de buena salud mental por parte de los lectores que, a través de su contrastada fidelidad, la mantienen con vida. Para celebrar el aniversario, los responsables de la publicación organizaron hace días en el Forum de la FNAC una mesa redonda en la que participaron el propio director y dos psicoanalistas, además del consabido filósofo-florero, proverbial en este tipo de actos.

Fue precisamente este último quien -muy en su papel de tuttologo- insistió en subrayar las dificultades de aceptación que, ya desde sus orígenes, en todo momento han tenido que padecer las propuestas psicoanalíticas. A la pertinaz reiteración de tanta dificultad propuso denominarla mala fortuna histórica del psicoanálisis, y tal vez la denominación no resulte del todo desacertada. Algo de verdad parece haber en ella: como mínimo no se puede decir que el del psicoanálisis haya sido un camino de rosas. Desde el rechazo antijudaísta de los primeros momentos hacia Freud al más reciente desdén cientificista hacia Lacan, pasando por todos los escalones intermedios, el psicoanálisis en ningún momento ha dejado de recibir críticas ni ha conseguido por completo evitar las marginaciones.

La revista 'Freudiana' ha cumplido diez años. En unos momentos en que se dice que el psicoanálisis padece una 'mala fortuna histórica', este aniversario es un buen síntoma

La constatación no tendría mayor importancia si fuera el caso que viviéramos en un mundo que se permite tal displicencia porque ha encontrado la solución a los problemas de los que el psicoanálisis pretendía dar cuenta. Pero no parece que sea así, sino más bien al contrario. Era precisamente Lacan quien afirmaba: 'Si la religión triunfa, el psicoanálisis fracasa'. Y agregaba: '... y la religión triunfa'. No le faltaba razón en el diagnóstico. No pienso sólo en la proliferación de los fundamentalismos de variado pelaje a la que venimos asistiendo por doquier, o en la indisimulada simpatía con la que buen número de intelectuales europeos está reflexionando últimamente sobre el hecho religioso. Pienso también -y sobre todo- en el éxito publicístico de toda esa baratija ideológica orientaloide que abarrota las mesas de novedades de muchas librerías.

Hace poco volví a tropezar casualmente con una afirmación de Unamuno que tenía medio olvidada. Sostenía Unamuno que eso que solemos llamar yo está compuesto en realidad de tres elementos: lo que creemos ser, lo que los demás creen que somos y lo que realmente somos. En su sencillez, el planteamiento unamuniano acertaba al advertir no sólo de la relativa complejidad de lo que a menudo tomamos por simple, sino también de la necesidad de no olvidar ninguno de sus elementos. Porque, de hacerlo, se corre el peligro de entrar en una deriva discursiva tan confusa como engañosa. Es lo que parece ocurrir en buena parte de esas propuestas presuntamente alternativas a la racionalidad occidental que anuncian, cual si de una buena nueva se tratara, la fórmula mágica para desprenderse de la pesada carga del yo y, de esta forma, acceder al equilibrio y la paz interiores. Como si ese yo estuviera por completo en nuestras manos, como si saber de él sólo exigiera el pequeño esfuerzo de ponerse a contarlo, de tal manera que, narrado el yo, novelada la propia identidad, el narrador-creador pudiera fijarse cualquier propósito, desde reformarlo en el sentido que se le antojara hasta trascenderlo.

Sin instrumentos teóricos adecuados para abordar críticamente la relación con el sí mismo, este narrativismo naïf tiende a promover un autocomplaciente e inane relato de la propia vida que en modo alguno accede al territorio del conflicto. Muy probablemente resida ahí la razón de su éxito, en especial entre sectores escasamente ilustrados. Nunca llega de verdad a replantear nada, nunca cuestiona realmente el sentido de la existencia: sus consideraciones apenas van más allá de la reformulación de esos triviales argumentos desresponsabilizadores del tipo 'esto me pasa por demasiado bueno...' y similares, que tan a gusto consigo mismo acostumbran a dejar al sujeto.

El psicoanálisis, en cambio, aspira a conocer el elemento que de veras importa: aquello que realmente somos. A sabiendas de los enormes obstáculos con los que necesariamente habrá de tropezar la búsqueda. Hasta el extremo de que alguien podría considerar que ese objetivo como una especie de cosa-en-sí inaccesible, inalcanzable. Pero esa esquiva condición no constituye razón suficiente para desistir de la empresa, sino más bien para esforzarse en plantearla correctamente. No se trata de preguntarse: ¿podemos llegar a saber cómo realmente somos? Una pregunta así resulta tan desenfocada como aquella otra: ¿puedo trascender mi propio yo? A ambas interrogaciones subyace parecida concepción -en el fondo esencialista, animista- de la identidad personal. El psicoanálisis hace otra cosa: intenta enseñar a vivir sin la respuesta, a reconocernos en lo que nos constituye. Y lo que nos constituye es precisamente nuestra propia narración. O nuestras propias preguntas, como se prefiera. Somos un efecto de ellas y no al revés. No somos los narradores sino los narrados. Más claro: nada nos retrata con mayor exactitud que las preguntas que alcanzamos a formularnos. Ante este retrato nos coloca, siempre incordiante, el psicoanálisis.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía de la UB.

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