El programa económico de la izquierda
Francia ha registrado un elevado crecimiento económico y una extraordinaria expansión del empleo desde la llegada al poder de la coalición de izquierdas en 1997. Quizás no sea exagerado decir que el gran acierto del Gobierno francés fue instrumentar un programa que en lo esencial ha sido justo lo contrario de lo prometido en su plataforma electoral. Así, no se abandonó el cumplimiento de las condiciones presupuestarias de Maastricht ni se retrasó la implantación del euro; no se frenó ni se invirtió el proceso de privatizaciones; no se ha subido, sino que se ha reducido, la presión impositiva sobre las rentas altas y las rentas del capital; no se ha iniciado la sustitución de la energía nuclear, ni tampoco se ha impuesto por ley y sin compensaciones la jornada laboral de 35 horas semanales.
El acierto del Gobierno francés fue instrumentar un programa contrario a lo prometido
El programa aplicado ha permitido aprovechar los frutos del considerable ajuste presupuestario realizado por el Gobierno anterior y salvaguardar la elevada competitividad exterior de la economía francesa, competitividad asentada en un riguroso proceso de determinación de precios y salarios fraguado en la dura disciplina del mantenimiento de la paridad frente al marco a lo largo de la tumultuosa vida del sistema monetario europeo. La competitividad francesa, además, ha sido reforzada por las alegrías salariales inducidas por Lafontaine en Alemania primero y por la intensa depreciación del euro después.
En cuanto a la jornada de 35 horas semanales, sin duda la medida más emblemática del denominado modelo francés, su implantación era voluntaria e iba acompañada de importantes ventajas para las empresas que la adoptaran antes del 1 de enero del 2000. Entre estas ventajas se han de destacar la posibilidad de computar la jornada semanal en media anual, algo que antes no era posible, y la reducción de cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. Desde comienzos del pasado año, la jornada de 35 horas es obligatoria únicamente para las empresas de más de veinte trabajadores, empresas éstas que, al igual que en España, emplean una parte relativamente pequeña del total de trabajadores ocupados, y también ha ido acompañada de nuevos recortes selectivos de cotizaciones sociales. La jornada reducida será obligatoria para todas las empresas sólo a partir del año 2002. Las acciones del Gobierno francés en este área delatan su convicción de que para impedir que la reducción de jornada tenga consecuencias nocivas sobre el empleo es necesario pagarla con rebajas de las cargas sociales, que a su vez han de compensarse mediante economías de gasto público o subidas de impuestos indirectos para evitar desequilibrios presupuestarios. En mi opinión, el Gobierno francés tendrá dificultades crecientes para paliar los efectos negativos de la reducción de jornada a partir del año próximo, sobre todo si se ralentiza el crecimiento económico y se fortalece el euro.
Sería prematuro emitir un juicio taxativo sobre la reciente experiencia francesa de política económica. Se ha de recordar que no hay sedante más poderoso para dormir la ecuanimidad de juicio en estas materias que una etapa de bonanza económica: los partidarios del Gobierno tienden a considerar que la oleada de prosperidad se debe exclusivamente al acierto de sus decisiones de política económica y los detractores suelen pensar que dicha prosperidad es una providencia completamente ajena a la política económica del Gobierno. Por otro lado, es necesario conocer la reacción de la economía al cambio de ciclo, la intensidad y duración de la etapa recesiva en comparación con otros países o con otros periodos históricos similares, para evaluar cabalmente la contribución de la política económica instrumentada durante el auge al bienestar del país. El ejemplo de Japón, entre otros muchos, debería bastar para recordar cómo reputados modelos de política económica quiebran con el cambio de ciclo.
A la espera de la acumulación de historia suficiente, la experiencia francesa hasta el momento permite, eso sí, confirmar viejas verdades de la política económica clásica: que bajadas de impuestos directos consistentes con el equilibrio presupuestario fomentan la prosperidad de un país, que la disciplina de precios y salarios es la mejor garantía para mantener el equilibrio exterior de la economía y garantizar la sostenibilidad del crecimiento económico, y que para crear empleo, los aumentos de los costes laborales no deben superar el ritmo de avance de la productividad.
José Luis Feito ha sido embajador de España ante la OCDE en París en el periodo 1996-2000.
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