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Reportaje:LA CASA POR LA VENTANA

El muñeco expuesto

Antes de que por fin ardan las fallas habremos sido sometidos a multitud de vejaciones éticas y ciudadanas

Desde el primero de marzo -o incluso desde días anteriores si el principio del más cruel de los meses valencianos coincide con el de la semana- la ciudad de Valencia es víctima de toda clase de lúdicos atropellos a costa de una fiesta que antiguamente se limitaba a los tres días de rigor, y de ahí su capacidad de sorpresa, mientras que ahora usurpa prácticamente un mes de nuestro tiempo y nuestra energía si se cuentan las mascletás, la proliferación de molestas cabalgatas y desfiles, los divertidos petardos con que los niños revientan el alcantarillado desplazando millares de ratas o una interminable plantà que bien puede durar un par de semanas incluso en las barriadas más modestas. Todo sea por una fiesta sin más atributos que los de ese fuego final que nada purifica -a juzgar por los años que llevamos de pandemia- fuera de la simbología de grandes almacenes de los mitos agrarios, y a la que sólo una operación de marketing mal aconsejada permite prolongarse durante los dos primeros tercios de un mes que siempre se había tomado por esperanzador en los ritos de nuestra cultura mediterránea. Hasta que llegó su hora lúdica, naturalmente.

No voy a hacer, porque más que fácil es inútil, el artículo contra las Fallas, pero me apetece decir un par de cosas sobre esa Exposición del Ninot que anticipa a su manera lo que podremos ver -para quien tenga ganas de someterse a un recorrido de tontas injurias- en los centenares de monumentos falleros propiamente dichos que llenan cada encrucijada de nuestras calles. Es una exposición que cabe calificar sin exageración de museo provincial de los horrores, y con mayor razón si se tiene en cuenta que más o menos una mitad del recinto está ocupado por los ninots extrapolados de las fallas infantiles, tal es el empuje de la fiesta local por definición. Volveré luego sobre esa extrapolación (porque en esta muestra lo que se ofrece es aquello de lo que el artista fallero está más contento, hasta el punto de exponerlo al mérito de ser indultado -curiosa terminología- del fuego con la pretensión exagerada de que nos atormente por toda la eternidad), extraída de un conjunto que muchas veces no hace honor a tanta gracia. Antes me gustaría elevar una queja a las autoridades pertinentes en un sentido preciso.

La mañana que estuve en esa desaforada exposición, montada como al tuntún en unos bajos del mercado de Ruzafa que huelen a urinario restregado de zotal, pude observar que abundaban los grupos escolares entre las visitas, así que me dije que algún astuto concejal había conseguido urdir un programa de asistencia en todo parecido a los que ya asolan teatros y salas musicales, como si los niños, no teniendo bastante con lo suyo, debieran además asistir a la escena, a conciertos y a museos de la ciencia para columpiarse en el Péndulo de Foucault, animados por unos educadores que no contentos con someterlos a esfuerzos semejantes se deciden sin recato por introducirlos también en el apasionante mundo de nuestras fiestas mayores -como si no participasen de ellas de una manera más o menos espontánea- mediante el ardid de la visita programada a una exposición esperpéntica carente de virtud distinta a su carácter efímero. Iba a decir algo así como pobres niños en edad escolar, vaya sitios se ven programados a frecuentar para su mejor entendimiento, cuando reparé en que con toda probabilidad son los mismos que al abandonar la cultura de la visita educativa dan en destrozar papeleras y contenedores con la taimada disposición de sus petardos y la artera complicidad de sus suministradores.

En esas estaba, al abandonar el recinto de la exposición para respirar los humos de la calle -dicho sea de paso, esta es la ciudad donde peor camina la gente por las aceras, debido tal vez a los efectos de la memoria compulsiva de su rica tradición en desfiles y procesiones- cuando reparé en lo que acababa de ver. Millares de tías buenas en ropa interior, un par de buenas intenciones que podrían ser incluidas en una todavía indefinida línea blanca del ninotismo, algunas caricaturas no muy afortunadas de figuras públicas y esa patética variante del realismo que busca conmover a fuerza de fidelidad hacia el modelo que se toma de referencia (la pareja de cariñosos ancianos con su nieta de corta edad -això sí que és art, que diría Albert Boadella-, algún representante típico de un oficio entrañable y ya desaparecido, la menuda y nervuda castañera invernal con su toca, el político irreconocible sin la ayuda de la exageración en sus rasgos definitorios), en la triste compulsión de una artesanía empeñada en hacer muñecos a los que sólo les faltaría hablar.

Uno piensa con alivio que tanto mejor si no lo hacen. Y se extraña de que a muchos valencianos ilustres y muy leídos que escaparon a tiempo de esta maltrecha ciudad y de sus fiestas mayores les fascinen todavía el fulgor de unos recuerdos que permanecen en activo en la medida que se guardan de la oportunidad de actualizarlos.

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