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Francisco Ayala, escritor

Hoy, 16 de marzo de 2001, Francisco Ayala cumple 95 años. Como un intento de darle la vuelta al inicio de Una carta abierta, que escribió en este periódico a Antonio Muñoz Molina en septiembre de 1995 ('a veces la mejor manera de hablarle a todo el mundo es dirigirse a uno en particular'), deben leerse mis palabras en esta tribuna sobre ese testigo tan lúcido de buena parte del siglo pasado, sobre ese intelectual inteligente, sagaz, agudísimo, crítico literario preciso e intuitivo, sobre ese gran escritor, uno de los mejores cuentistas de nuestra lengua. Lo que diga no es más que la expresión del gozo por su presencia y mi deseo de que siga siendo muchos años más ese certero observador de la realidad.

'El rostro de la estrella, asustada, naufragaba en el lienzo, o se perdía como una estampa entre las hojas de aquel rincón en que se cortaban dos planos (alas tiernas de blancura) a su espalda'. Es Polar, estrella de cine, perseguida en la ficción cinematográfica, justo antes de que su cuerpo se quede roto, tal vez por la 'perfidia del cameraman'; los pies arriba, la parte superior de su cuerpo abajo, en un accidente de la proyección. Al mismo tiempo vemos a su enamorado admirador asistiendo ansioso una segunda vez a la proyección de la película para ver si no se le escamotea, como en la primera, el desnudo de la actriz al meterse en la bañera. Cuando, inexorablemente, Polar desaparece en un cambio de escenario, 'él quedó resentido y nervioso, como si le hubieran cerrado la puerta de su alcoba con la llave del agua fría'. Estamos en 1928, fecha del relato vanguardista Polar, estrella. A la vez que crea esos entes de ficción, que los envuelve en un ropaje verbal sorprendente, ingenioso, que asombra con asociaciones insólitas -es el espíritu de la vanguardia-, Ayala reflexiona ya sobre el cine: en 1929 publica su Indagación del cinema. Ve cómo se imitan los gestos de los héroes cinematográficos, cómo se crean mitos -'su Olimpo es abigarrada, pintoresca plaza pública'-, cómo la epopeya ha volcado su contenido en la pantalla, 'inagotable fuente heroica de nuestros días'. Junto a la clara conciencia que siempre ha tenido de lo que estaba sucediendo a su alrededor, está su extraordinaria capacidad para traducirlo a palabras exactas. Al leerle, siempre parece que lo dicho avanza sin obstáculo alguno; la tersura de su frase es senda sin tropiezos para el seguro lector. Luego le queda a éste la reflexión.

Estamos en mayo de 1930. Después de enumerar formas de obrar del nacionalsocialismo alemán (prohibir y perseguir el jazz 'en nombre de la cultura musical germánica', imponer 'determinados himnos' en las escuelas, crear una cátedra en la Universidad de Jena de investigación de razas 'para que la desempeñe el autor de una pintoresca teoría antropológica, dirigida de modo principal contra los judíos'), afirma Ayala: 'Cuál haya de ser la suerte última de este movimiento, hoy in crescendo, es algo que debe preocupar seriamente en Europa -no sólo en la misma Alemania-, pues su triunfo determinaría un cambio muy importante en el curso de la política internacional'. No es un profeta, es un inteligente analista de una situación política, que conocía muy bien: estudia en Berlín, becado por la República, en el curso 1929-1930.

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El obligado exilio, que acabó con su brillantísima carrera recién comenzada -en 1933 era catedrático de Derecho Político-, le llevará a dar clases de literatura española en universidades americanas. Su convivencia diaria con los clásicos se traduce en ensayos de cita obligada para los estudiosos por el acierto de sus lecturas, de sus juicios. Subraya la condición de obra maestra del soneto cervantino 'voto a Dios que me espanta esta grandeza' y advierte la melancolía que deja su lectura, porque el desengaño está incorporado a su misma estructura. En La vida es sueño, se detiene en dos versos de Segismundo, 'juego de espejos'; son palabras del príncipe a la persona que descubre que ha estado escuchando su lamento (es Rosaura, vestida de hombre) y a la que quiere matar: 'Porque no sepas que sé / que sabes flaquezas mías'. Las palabras son reflejo de una mirada, 'son los ojos de dos seres humanos que, al enfrentarse, reflejan el movimiento de sus conciencias'. Fecha el ensayo en 1961. En él subraya también la seguridad que tiene el rey Basilio de que la conducta de su hijo confirmará lo que ha averiguado con su ciencia astrológica: 'Es claro que no espera otra cosa el sabio rey sino ver confirmados por esa prueba los presagios que su ciencia le ha revelado; lo espera con toda la humilde soberbia del intelectual'. Diagnóstico certero de experto.

En octubre de 1999, en este periódico, publicaba Francisco Ayala un nuevo relato, El filósofo y un pirata (cruce de miradas). En este caso, son la de un médico naturalista francés, Jean-Fran-çois Dupont, y la del capitán de un barco pirata. Estamos a fines del siglo XVIII, en una playa de los alrededores de Saigón, presenciando la ejecución de los piratas por los gendarmes. La mirada se mantiene en el momento en que el verdugo con un golpe de sable hace saltar la cabeza del jefe de los bandidos y sigue incluso cuando ésta cae erguida sobre el suelo, hasta que, exangüe, se le apagan los ojos. La insólita 'experiencia' le sirve al naturalista para hacerse una serie de preguntas, que meticulosamente anota en su cuaderno, sobre el fin del pensamiento y de la existencia. Esa entrega de la mirada postrera del pirata al curioso naturalista le lleva a éste a la redacción de unas Observaciones sobre el punto preciso de cesación de la existencia biológica, pero también a una Modesta glosa a las ideas del señor Descartes relativas al sueño y a la cabal percepción de la realidad. O al menos así se comentaba por entonces. Esa casual presencia suya en la ejecución de unos piratas fue además motivo de charla en veladas amistosas delante de una copa de coñac. Es, precisamente, esa copa la que llena de brumas el relato del naturalista; la mirada irónica de Francisco Ayala brilla en su cristal.

Esa mirada -fulminante a veces- que supo captar tan bien Schommer hace unos meses, es la que desenmascara al rey Basilio, es la que el escritor le presta al Indio González Lobo -y al narrador que nos da noticia de su memorial- para describir la descomposición del poder en la figura de El Hechizado: 'Su Majestad', nos dice, 'estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel. A su lado reposaba un perrillo blanco'. Los límites los establece la lengua con el superlativo 'grandísimo' y el diminutivo 'perrillo'; son el marco a 'sus piernas flacas y colgantes hasta el lacio, descolorido cabello', a 'las babas infatigables que fluían de sus labios', al 'fuerte hedor de orines'. La caricia del rey a un monito le impide al pretensor besar la mano de Su Majestad; remata luego genialmente el relato: 'Entonces entendí yo la oportunidad y me retiré en respetuoso silencio'. La ironía se apoya precisamente en ese 'respetuoso silencio'. Esta vez, la fecha es 1944, la de uno de los relatos más espléndidos de nuestra literatura, recopilado en Los usurpadores (1949), cuyo prólogo redacta cervantinamente un periodista y archivero municipal de Coimbra, F. de Paula A. G. Duarte, es decir, su alter ego. Formula una de las ideas esenciales ayalianas: 'El poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación'; sólo la caridad restaña sus heridas.

Cervantino por convicción y talante, destacó -al recibir el Premio Cervantes en abril de 1992- cómo el peor de los descalabros sufridos por don Quijote fue la búsqueda patética y vana de su biblioteca tapiada; fue el escarnio más cruel sufrido porque le cerraba 'el paso al campo de la libre imaginación'. Menos mal que don Quijote llevaba sus lecturas en la memoria, si no, no hubiéramos gozado de tal personaje; no hubiera podido emular a sus modelos caballerescos. Francisco Ayala ha tenido que dejar atrás varias veces su biblioteca, aunque nunca dramatiza nada, ni 'perder cuanto uno posee para verse despojado de su propia historia personal y lanzado hacia un futuro incierto'. Pero ha denunciado siempre la catástrofe que supone para una sociedad el hecho de que los individuos que la forman abandonen el hábito de la lectura, porque lleva consigo 'la atrofia de las capacidades imaginativas y de las capacidades raciocinantes'. Él ha legado a la literatura relatos que enriquecen la apasionante aventura que es leer.

En la carta abierta a la que me refería al principio, hablaba del proceso de cambio intenso y rápido al que estaba -está- sometida la estructura social, 'impuesto por la implantación de las nuevas tecnologías' y veía a los seres humanos entregados a 'una insegura provisionalidad'. El sociólogo analizaba la 'situación aflictiva' que vivía -vivimos-; el literato acudía al ¿sueño?, ¿invención?, de don Quijote y se consolaba 'como el difunto Durandarte en la cueva de Montesinos, a la espera de una eventual resurrección [...] adoptando la sabiduría del resignado consejo: ¡Paciencia y barajar!'. Recluido en su 'cueva literaria', cervantina, sigue observando la realidad; sin embargo, su palabra sigue presta a surgir de pronto con afirmaciones restallantes. Basta un cruce de miradas con él para saberlo. Por muchos años.

Rosa Navarro Durán es catedrática de Literatura Española de la Universidad de Barcelona.

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