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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Fanáticos

Estaba yo saliendo de la infancia cuando un crimen pasional sacudió a todo el vecindario.

Me acuerdo muy bien de Rupert. Era un joven de mi escalera, tímido, afable y solitario. Ella se llamaba Miriam y mi madre decía que era 'moderna', lo que, en aquellos finales de los cincuenta, era casi tan malo como ser 'de la vida'. Durante unas semanas se les vio juntos, muy encariñados. Luego, de pronto, la noticia: él la había matado clavándole cuarenta veces un cuchillo.

Los vecinos dijeron que el chico se había vuelto loco, pero que ella también se lo había buscado. Sólo a mi padre oí decir algo diferente y que para mí entonces fue un enigma, como tantos otros de mi padre. Dijo: 'Ese muchacho se había enamorado del amor', y movió resignadamente la cabeza. Yo era entonces una niña romántica y aunque no me gustaba nada que los hombres acuchillasen a las chicas, me fascinaba una pasión tan absoluta que pudiese llevar a alguien a morir o matar por amor.

'La demolición de la realidad, una vez comenzada, no tiene fin. 400 puñaladas o 400 bombas, nunca harán realidad aquel sueño de totalidad perdida'

En mis recuerdos, mezclados seguramente con mis propias fantasías, Rupert habría estado mucho tiempo enamorado de Miriam a distancia. Ella tenía novio y él mantuvo en secreto su amor imposible, alimentándolo de ensoñaciones, en las que ambos formaban un todo, mientras el resto del mundo no existía. Así hubiera podido pasarse toda la vida, como Don Quijote cuidando de no acercarse nunca al Toboso. Pero sucedió que un día Miriam se quedó sin novio y se sintió sola y necesitada de cariño. Se acercó a Rupert y le arrastró en un torbellino hasta el mismísimo cielo. Aunque aquella felicidad duró poco. Pocas semanas después, y ya recuperada, Miriam descubrió a otro chico más interesante. Al ver que la perdía, Rupert la siguió, la llenó de reproches y ella le respondió con su mayor desprecio. Esto le hizo caer desde el cielo hasta un infierno helado. Unos días después la asesinó con total frialdad y con esa misma calma dejó que le detuviesen y se mantuvo ante el juez. No he podido olvidar su mirada.

Han cambiado muchas cosas desde entonces. Pero recientemente he vuelto a encontrar aquella misma mirada helada en el hijo de unos conocidos, casi un adolescente, detenido tras matar a un hombre al que ni siquiera conocía.

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Harriet también, como Rupert, tenía un amor absoluto e imposible; el suyo se llamaba Euskalherria. Algo inaprensible, pero que podía sentir muy dentro en el silencio. Aunque el sueño lo hubieran descubierto otros, ello no era inconveniente; al contrario, porque esos otros formaban también parte del sueño. Y dentro de él se encontraban fundidos en una verdadera comunión.

También llegó para Harriet el momento en que su sueño se encarnara. Lo que para Rupert fueron los besos efímeros de Miriam, para Harriet fueron los cánticos y el sudor de multitudes abertzales en la campa. Pronto descubrió que la realidad del día después no se acomodaba al ideal soñado. Que su Euskalherria, de llegar a existir, estaría formada por personas tan modernas como Miriam, que deciden por sí mismas a quién besan y no admiten ser propiedad de otro.

Pero no faltó en la vida de Harriet quien le confirmase que su sueño era real e incluso más real que la misma realidad, y que lo único que impedía su consumación, era la existencia de eternos enemigos, sobre todo 'España' materializada en una serie de individuos, estos sí de carne y hueso, que buscaban destruirlo. Por supuesto, todas esas buenas gentes nunca le dijeron que había que matar a nadie.

Pero no hacía falta. Con tales premisas, a Harriet no le costó encontrar la salida racional. Puso la pieza que faltaba al puzzle y, con toda frialdad, se dio a la gasolina. Luego llegaron puntuales la dinamita y la parabellum.

Siempre me había intrigado de Rupert por qué tantas puñaladas. Porque las cuatro primeras, serían para matar, pero ¿y las restantes? Ahora pienso que en aquellos pocos días de felicidad que Rupert disfrutó, se convenció de que Miriam le pertenecía, porque su amor infinito había logrado al fin el milagro. Luego, al encontrarse de nuevo con la infame realidad, ya no le quedaba más opción que destruirla, porque esa realidad que tenía ante sí es lo único que se interponía para hacer realidad su delirio.

Sin embargo, la demolición de la realidad, una vez comenzada, no tiene fin. Cuatrocientas puñaladas o cuatrocientas bombas, nunca harán realidad aquel sueño de totalidad perdida.

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