Días sin grúa
La grúa municipal está a punto de morir de éxito. Castigada por su enorme voracidad, ha cazado más piezas de las que podía digerir, y ahora no sabe dónde almacenar sus restos, ha vulnerado las delicadas leyes que mantienen el equilibrio ecológico de los grandes predadores y su indiscriminada y feroz actividad ha causado su propio colapso y puede ser indicio de su extinción.
Cuentan las leyendas urbanas más recientes que las calles de Madrid registran durante las veinticuatro horas de cada día con su noche el tráfico sin objeto de grúas municipales que, una vez capturada la presa, no tienen almacén donde descargarla y se ven condenadas a vagar a la deriva, caprichosamente y sin objeto.
Grúas fantasmas guiadas por conductores insomnes de ojos enrojecidos que esperan la hora del relevo clandestino y apresurado en cualquier esquina donde surja un hueco para aparcar sin entorpecer ostensiblemente el tráfico rodado. Ese tráfico rodado cuya fluidez juraron defender retirando de la calzada los vehículos que lo obstaculizasen impunemente sin distinción de modelos, ni de matrículas. Con la imparcialidad exigible al brazo secular de la ley y del orden.
Según un sector ampliamente representativo de la población urbana rodante, las grúas municipales y municipalizadas nunca cumplieron con su juramento, siempre actuaron con parcialidad, mirando más por el número y la facilidad de las capturas que por su condición de obstáculos a la circulación.
Y, además, nunca mostraron ni el más mínimo indicio de comprensión, ni de compasión con los usuarios que tenían, o al menos exhibían, poderosas razones para dejar su coche en tercera fila, junto al estadio, durante la celebración de un partido de máxima rivalidad al que el apurado infractor no pudo asistir en ningún caso, pues se hallaba visitando a su suegra convaleciente y residente en la zona, por poner un ejemplo de libro.
El grito de '¡Que viene la grúa, que viene la grúa!' ha perturbado cotidianamente la vida laboral de miles de madrileños, de a pie pero con coche y sin plaza de aparcamiento. Ante tan fatídico aviso, apenas pronunciada la alarma, abúlicos funcionarios salían disparados de sus asientos y ganaban la calle en feroz competencia con los ciudadanos que aguardaban su turno nerviosamente porque también habían aparcado de cualquier manera para ir a hacer sus gestiones.
La grúa era el ogro, el símbolo más odiado del poder municipal. Las multas de la grúa producían desvelos y pesadillas en honrados cabezas de familia obligados a circular por la ciudad durante su jornada de trabajo. La grúa, invocada siempre en perjuicio ajeno: 'Aquí es donde debería estar la grúa retirando coches y en vez de llevarse el mío, que no estaba molestando a nadie, como el otro día'. La grúa que vaciaba las tabernas y los cafés, los despachos y los comercios, elemento dinamizador que imprimía un poco de agitación en las vidas inermes de los ciudadanos sedentarios y rutinarios.
Antes de que los periódicos publicaran la noticia, los rumores sobre la forzosa inmovilización de la grúa habían corrido a través del tam-tam de la selva del asfalto, los teléfonos móviles pasaban la información entre los automovilistas junto a los mostradores de los bares, en los cubículos oficinescos y en la intimidad de los hogares, y los sufridos conductores decidían celebrar los 'días sin grúa' como sólo ellos saben hacerlo, ejerciendo su libertad y su libre albedrío a discreción, ocupando el odioso carril-bus, privilegio de la aborregada y cicatera masa que utiliza el transporte público por miedo a las multas de aparcamiento y para ahorrar dinero en combustible.
Con su asilvestrada e insolidaria actitud, los rebeldes están pidiendo a gritos el retorno del odioso artefacto, el retirator, mejorado tal vez por un mecanismo triturador y compactador de vehículos que permita un mejor almacenaje de sus restos. O eso, o la incineración de esos miles de automóviles abandonados, hacinados en campos de concentración, depósitos, cementerios de chapa para siempre, donde se amontonan los residuos metálicos que excretan los insectos con caparazón que habitan la urbe capital.
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