ATANDO CABOS
Semblanzas de Manuel Fraga y Torcuato Fernández-Miranda
Fraga es, ante todo, un político voluntarista que también escribe libros y ensayos. Desborda energía y seguridad decisorias, con entusiasmo y optimismo de Cruzado de la Causa: sea la decisión que fuere y siempre la simplificación como norte.
Por estos años cincuenta y sesenta, que es cuando lo conozco y leo, él ya como catedrático y político ascendente y yo modesto profesor-ayudante y semitolerado. Fraga había ganado ya varias oposiciones importantes en la Administración Pública: letrado de las Cortes, diplomático y, finalmente, la cátedra de Derecho Político. Cuatro años más joven que Tierno, es decir, del 22, había publicado una veintena de ensayos, opúsculos, traducciones y libros, ocupando ya, a la vez, puestos políticos dentro del Régimen: procurador en Cortes, consejero nacional del Movimiento, secretario general del Ministerio de Educación con Ruiz-Giménez, delegado nacional de Asociaciones, director del Instituto de Estudios Políticos, Instituto de Cultura Hispánica, y no sé si se me olvida algo.
Sus publicaciones son irregulares: junto a investigaciones serias y documentadas, hay otras en donde domina la aceleración y la instrumentalizacíón de las citas de autoridades. La Crisis del Estado es, tal vez, el libro que contiene una visión más articulada, casi hecho con un sosiego extraño en él, y dentro de un eclecticismo postotalitario, pero no todavía democrático. Su talante -directo, sentimental, autoritario- se enfrenta a la rigidez de Fernández-Miranda o a la anarquía temerosa de Fueyo.
Los prontos infantiles de Fraga, poco gallegos, conviven con una generosidad sincera: los primeros le costarán disgustos y, naturalmente, enemigos. Su base ideológica y política en estos años se asentará en la combinación Movimiento/Iglesia, a caballo, pero a galope intrépido, entre el falangismo y los grupos católicos tradicionales o revisionistas: actitud mitad monje, mitad soldado, que su generación de posguerra civil trasladará a la revista Alférez, animada, entre otros, por Rodrigo Fernández-Carvajal. Sin embargo, será muy anti-Opus (competitividad política), poco pronorteamericano y discretamente antimonárquico. Así, Fraga se puede fácilmente integrar en el equipo aperturista de Ruiz-Giménez, en 1951; en el de Solís, en 1957, hasta que llega al Gobierno 11º de Franco, en 1962, como ministro de Información y Turismo.
Mis relaciones con Fraga, desde estos finales años cincuenta, fueron distantes y conflictivas, y continuarán así hasta la democracia. A partir de este último periodo, hasta hoy, en 1999, se deslizarán por una vía más dialogante: por coincidencia en puestos políticos, por su propia evolución -y la mía- y también porque el tiempo, ese 'gran escultor' del que habla Marguerite Yourcenar, amaina recuerdos y hace explicables actitudes de antaño.
La conflictividad citada, con todo, tenía límites, en parte debidos a la fluida relación de Fraga con Ollero y Tierno: los tres coetáneos, los tres compañeros de la misma disciplina. Tierno le tenía afecto, y creo que era mutuo, le reconocía la gran virtud de la honestidad, pero su carácter le hacía peligroso cuando alguien obstaculizaba sus planes y se cruzaba en su camino.
Mi distancia/conflicto respondía a algo real: considerarme no recuperable y subversivo (afortunadamente, para mí, sólo moderado). Fraga, como gran simplificador, virtud política y defecto intelectual, aparcaba o eliminaba a todo aquel que intervenía negativamente en su actividad coyuntural. De otra forma, era generoso. Por esta generosidad natural, no fingida, me aceptó en el Instituto de Estudios Políticos como colaborador, meritorio recensionista de libros, a través de los buenos oficios de Ollero, y creo que, a pesar de estar procesado, y él lo sabía, y si no hubiera ocurrido la cena del hotel Menfis, en el 59, con Joaquín Satrústegui y sus amigos, mi continuidad allí estaba clara. Este episodio del Menfis -reunión ilegal promonárquica- no significó para mí una expulsión total, pero sí temporal y degradatoria.
Los desencuentros con Fraga continuarán debido a otros episodios: mi amistad con José Antonio Novais y su creencia -cierta- de que le inspirábamos noticias y comentarios para Le Monde y cuando descubrió que yo colaboraba -con seudónimo- en la revista de Victoria Kent, en Nueva York, América. En 1969, cuando se decretó un estado de excepción, me confinaron, junto con otros estudiantes y profesores, en un pueblo manchego, y Fraga nos acusará en TVE de subversivos incorregibles indicando que caería sobre nosotros todo el peso de la ley. Y, en fin, todavía en el 76, ya muerto Franco, pasaría por última vez por la Dirección General de Seguridad, siendo Fraga ministro de Gobernación, con motivo de la Platajunta. Detención, en este caso, muy breve.
Pero también hubo encuentros. En las Cortes Constituyentes fuimos ambos diputados por distintos partidos, tuvimos contactos esporádicos para constituir mesa y comisiones. En los años ochenta, en Estrasburgo, en el Parlamento Europeo, Fraga y yo nos alojábamos en el mismo hotel, utilizábamos el mismo coche oficial parlamentario y frecuentábamos los restaurantes habituales. Todo ello influyó -sobre todo por Pío Cabanillas- en una relación formal pero no antagónica. Y, ya en los noventa, siendo él presidente de la Xunta de Galicia y yo embajador en Lisboa, por los excelentes contactos luso-galaicos, coincidíamos con frecuencia.
Manuel Fraga, sin duda, patriarca conservador y cruzado vehemente, con una inequívoca evolución hacia la democracia, por su continuada vida política durante más de medio siglo, dará base sólida para una biografía interesante y animada. Biografía que deberá contemplar poder y oposición, dictadura y democracia, y, dentro de la democracia, su liderazgo regional. No en blanco y negro, sino dentro de los contextos políticos y en una ambivalencia lo más justa posible.
En su etapa meritoria franquista fue duro y represor contra los grupos democráticos, pero también dará cautos pasos liberalizadores en la prensa y tendrá éxitos turísticos. En la etapa del asentamiento democrático, apoyará y votará la Constitución, y supo atraer a sectores franquistas a la nueva legalidad, reconduciendo la derecha autoritaria clásica en derecha democrática. Y este hecho, de por sí, constituyó una aportación inestimable en la consolidación de nuestro actual sistema de libertades. Por otra parte, en su revisión ideológica, su cambio de actitud, de centralista histórico a regionalista gallego, sin renunciar a su conservadurismo desarrollista y activista, es también positivo. Su posición, en fin, abierta y dialogante, con respecto al régimen cubano, incide en esta nueva perspectiva global de su actividad pública.
TORCUATO FERNÁNDEZ-MIRANDA
Como última semblanza, y algo más que semblanza, me voy a referir a Torcuato Fernández-Miranda. Combinará, muy tempranamente, actividad académica y política: catedrático, rector de Universidad, director general de Universidades, consejero nacional del Movimiento, procurador en Cortes, ministro-secretario general del Movimiento, preceptor del príncipe Juan Carlos, vicepresidente del Consejo, presidente interino de Gobierno y presidente de las últimas Cortes franquistas.
La radicalidad teológico-política, primero; más tarde, mistificadora y, por último, de reformismo operativo, constituyen la peculiar evolución de Fernández-Miranda. A pesar de su rigidez de talante, esto no le impedirá hacer cambios ideológicos y políticos notables, los últimos de los cuales fueron positivos para el desarrollo del proceso democrático. En Fernández-Miranda, en efecto, desde una agustiniana y schmittiana teología de la historia (Bien / Mal, amigo / enemigo) dará paso, más tarde, a una ambigüedad calculada y, de aquí, a un planteamiento pragmático y racionalizador. En términos políticos, esta evolución, simplificadamente, se puede inscribir así: falangismo teológico y franquismo sin fisuras, franquismo instrumental y monarquismo encubierto y, por último, un monarquista juancarlista activo que, desde una interpretación flexible de la legalidad totalitaria, le permitirá asentar bases para la pretransición democrática.
Buen dialéctico, astuto mistificador, acuñaría conceptos y expresiones, algunas de las cuales le valieron la cárcel (me refiero, claro está, a la cárcel de papel de La Codorniz). Así, su insistencia sobre la 'autenticidad', el 'pluriuniformismo', aplicado al asociacionismo, o el divertimento semántico de la 'trampa saducea'. La Codorniz, revista humorística muy conocida, efectivamente, a finales de 1972, en plena polémica sobre las asociaciones políticas del Movimiento, ante las declaraciones de Torcuato, decide ingresarlo en su prisión simbólica.
Muy comentada también fue la respuesta que dio a raíz de la terna para presidente de Gobierno, siendo Fernández-Miranda presidente de las Cortes y del Consejo del Reino: que 'podía ofrecer al Rey lo que se le había pedido'; es decir, que en la terna figurase Adolfo Suárez, a quien el Rey deseaba nombrar presidente de Gobierno en sustitución de Arias Navarro.
Buen conocedor de san Agustín, como el polémico obispo de Hipona, terminará como un maniqueo reciclado. La idea de Verdad, entendida neoplatónicamente, será su gran punto de partida para desarrollar una teoría del Estado teologizada. El 'ser del Estado' y su justificación, para Fernández-Miranda remite al 'ser del hombre' en relación con Dios, con el mundo y consigo mismo. Y aquí la relación con Dios debe prevalecer: otra relación, dice, lleva a la soberbia y procede del pecado. En este sentido, para Fernández-Miranda hay tres escenarios: la concepción personalista inmanente lleva al Estado liberal-democrático y laico; la concepción transpersonalista remite a un principio metaindividual y materialista: el comunismo soviético; y, en fin, la concepción personalista transcendente, en donde sólo Dios es la última instancia del problema: su 'auténtico' ser del hombre. Dentro de este grupo -el 'verdadero', el 'auténtico', el 'cristiano'- se situará, naturalmente, Fernández-Miranda y le llamará 'el concepto autoritario de lo jurídico y de lo político'. Para él, sólo se justifican los Estados que descansan en la Verdad absoluta, en la Verdad-autenticidad, proyectándose cristiana y trascendentalmente. El Régimen español caerá dentro de este esquema entendido como autoritarismo cristiano, abandonando a los ya vencidos totalitarismo nazi o fascista italiano.
Desde esta fase de radicalidad totalitaria-teocrática, años cuarenta, etapa ovetense y meritoria, de teologización de la Historia y de la Política, Fernández-Miranda evolucionará, en sus etapas madrileñas, sucesivamente, hacia un reformismo mistificador y acomodaticio y, finalmente, en los setenta, a posiciones más abiertas. En esta segunda etapa, pragmáticamente, se tratará de juridizar el Estado franquista, es decir, legitimar normativamente el statu quo, apoyándose en la recién proclamada Ley Orgánica del Estado y en los anteriores denostados conceptos (Constitución, Estado de Derecho), pero sin alterar los 'principios': caudillaje, cruzada, legitimación del 18 de julio, antipartidos políticos. Fernández-Miranda mantendrá la tradicional teoría del caudillaje (derecho de fundación, 'por una proclamación y decisión excepcionales'). Y, al mismo tiempo, se introducirá en la complejidad contradictoria del 'asociacionismo', al que en un momento acuñará, ingeniosamente cínico, como 'pluriuniformismo'.
El Movimiento 'es y será' el único cauce de participación política: Movimiento como 'comunión' y expresión de los Principios Fundamentales del Régimen: negación del pluralismo democrático pero aceptando, dentro de la unidad, diversos equipos en un mismo campo de juego. Orteguianamente, la teoría religiosa del Estado se transforma en una teoría deportiva del Estado, reafirmando, sin embargo, la clásica antinomia amigos/enemigos: legalidad y subversión, es decir, los que asumen los Principios y los que los rechazan (enemigos interiores). El fin del general-dictador, por razones de edad, se percibía más o menos próximo: la Monarquía va a constituir la tabla de salvación y el problema político (y su justificación intelectual) será acertar en qué tipo de Monarquía podrá 'instaurarse' (no restaurarse).
Fernández-Miranda, que, por talante, no fue nunca liberal, ni, por formación y convicciones, demócrata, buscará nuevos asideros intelectuales -ya no sirven ni san Agustín, ni Schmitt- y acudirá a Ortega, a Aristóteles, a santo Tomás, es decir, a un realismo moderado y acomodaticio. Por su concepción del Estado -seguridad, estabilidad, continuidad- y por su percepción de la dinámica social y, en fin, en su papel muy importante de preceptor del príncipe Juan Carlos, facilitará su revisionismo y, consecuentemente, su instalación en el nuevo escenario del proceso hacia la pretransición y transición a la democracia. Su conversión a la democracia será tardía y atípica. No personifica el converso entusiasta, vergonzante o convencional -no hay escritos de memorias de descargo de conciencia, como las de Laín o Ridruejo-, sino un converso instrumental, espectador frío y distante, y un actor resolutivo y eficaz. Su vieja lealtad a Franco la trasladó -después de la muerte de éste- al príncipe Juan Carlos. Tengo la impresión de que veía, en sus últimos tiempos, la democracia como la expresión aséptica de un nuevo orden constitucional inevitable y reasegurador de la Monarquía juancarlista. Su última obra (Estado y Constitución, 1975), libro inteligente y trabajado, revisionista y algo rosacruz enigmático, llama la atención porque parece que nos encontramos con un autor distinto: en fuentes y contenido, en desarrollo y conclusiones. Nuevos elementos configuran ya el cambio: paz social, convivencia, transacción, seguridad, autoridad y libertad. Las mismas fuentes a las que acude indican una radical transformación y evolución ideológicas: Kant, Locke, Montesquieu, incluso Rousseau. ¿Por qué cambia Fernández-Miranda y con qué límites? Tengo algunas dudas y algunas evidencias. En primer lugar, Fernández-Miranda fue siempre un 'hombre de Estado', teórico y práctico del Estado-nacional, es decir, del asentamiento de la autoridad y seguridad y también de la 'paz social'. En el franquismo consolidado, la tolerancia, por ejemplo, era inaceptable: pero sí necesaria en el escenario de su desaparición.
La labor integradora, en esta etapa, exige introducir valores nuevos: tolerancia, diálogo, pacificación. Revisión técnica y reglada va de la mano de su reformismo a desarrollar. El Derecho, para Fernández-Miranda, es ahora dinámico, abierto y flexible. La reforma del Derecho, y del Derecho Constitucional, debe hacerse 'desde el propio Derecho': rechazando la aventura, controlando la reforma, estableciendo límites. Con este reformismo avanzado se evitaría la ruptura que propugnaba la oposición democrática, aunque, en el fondo, ésta aceptará la reforma.
Hay una pregunta que me hago y es la siguiente: ¿si Fernández-Miranda, y no Adolfo Suárez, hubiese sido presidente del Gobierno, habría legalizado el Partido Comunista? ¿Sería éste su límite político? Tengo mis dudas y me inclino a que no lo legalizaría. En el final del libro que comento hay una frase que, con ironía sutil, nos introduce de nuevo en la 'trampa saducea' y que sólo los que vayan a Delfos podrán descifrar: 'No hay más política que la que hacen hombres concretos en situaciones concretas: sólo así se ejerce la voluntad histórica creadora y determinante'. Desideologización y pragmatismo, oportunismo y voluntarismo aquí resultan evidentes.
En los sesenta, con motivo de mis segundas y fallidas oposiciones a cátedra. Quiso y, naturalmente, lo consiguió, ser presidente del Tribunal y, aunque yo tenía, de hecho, los tres votos necesarios, supo maniobrar de tal manera que, aun sin tener candidato suyo, sólo para impedir que yo saliese, pudo cambiar las alianzas en el Tribunal: para él, yo seguía siendo un 'enemigo interior' a 'eliminar'. Otro episodio ocurrió en el año 69, durante un estado de excepción. El Gobierno me confinó a un pueblo manchego, Ayna, y, por azar, coincidió con las oposiciones a la cátedra de Derecho Político de Madrid. Fernández-Miranda la firmó (estaba en servicios especiales, pero su cátedra era la de Oviedo) y yo también. Carlos Ollero, realista y mediador, me sugirió que retirase la documentación o, simplemente, que enviase una carta al Tribunal diciendo que no me presentaba. El presentarme, en el supuesto de que la policía me lo permitiese, creaba un conflicto evidente: acudir ante un tribunal académico rodeado de policías. Y si no me autorizaban a ir, la prensa extranjera, sobre todo el terrible Le Monde, con Novais, ya se encargaría de dar la noticia. Para Fernández-Miranda la situación era delicada. Yo lo dudé bastante: Novais me animaba a dar esta batalla, pero Ollero y Tierno, más prudentes, me aconsejaron desistir, y así lo hice. En los últimos años de su vida, ya en la transición, no tuve relación alguna con él. Se comentaba, sobre todo, después de su alejamiento del poder y de su distanciamiento con Adolfo Suárez, que se sentía frustrado y traicionado. No tengo opinión formada sobre lo segundo, pero, con respecto a la frustración, no me parece justificada: su papel, visto desde la otra orilla, fue muy destacado y positivo para la democracia. Con todo, nos veíamos ocasionalmente en la misma sastrería, en la calle de Eduardo Dato, donde yo tenía mi despacho de abogado. Fernández-Miranda se manifestaba ya crítico de Adolfo Suárez y, naturalmente, él sabía que yo era amigo suyo. Nos saludábamos fría pero cortésmente, y, no sobre Suárez, pero sobre Tierno y Ollero entablábamos una breve conversación.
Recuerdo que un día le felicité, por su último libro, lo que le sorprendió y agradeció. A veces, en la vida, los antiguos enemigos o adversarios forman parte también del estímulo necesario para avanzar en la lucha y, para mí, Torcuato Fernández-Miranda fue uno de ellos. De esta manera, no desde luego simpatía ni afecto, que sería masoquismo, pero sí comprensión, en la distancia es el recuerdo que, todavía, hoy tengo de Fernández-Miranda.
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