Estrellas
De crío me fascinaba mirar al cielo. Cuando estaba en el campo, las noches estivales de luna nueva constituían para mí un acontecimiento. Paseaba por la carretera hasta alejarme uno o dos kilómetros de las últimas luces del pueblo y me tumbaba boca arriba en la cuneta a contemplar las estrellas hasta bien entrada la madrugada. Recuerdo cómo aquella oscuridad profunda permitía establecer los relieves del firmamento en abierto contraste con la visión plana que ofrecía el cielo en la ciudad. Allí tendido sobre los rastrojos y con el ruido de los grillos rompiendo el silencio ensordecedor de la noche, el ojo humano podía apreciar las distancias entre cuerpos celestes, la intensidad del brillo y hasta distinguir sus colores. Un espectáculo alucinante.
Resultaba estremecedor recorrer con la mirada y en pocos segundos espacios que una nave interestelar tardaría millones de años en cubrir viajando a la velocidad de la luz. Con el cuerpo pegado a la tierra y sometido a su implacable ley de la gravedad, los ojos saltaban de una estrella a otra y cambiaban de constelación sin el menor esfuerzo ni gasto alguno de energía. Esa facultad prodigiosa me permitía adentrarme en el trópico de Cáncer o en el de Capricornio, bordear los márgenes de Casiopea e internarme en los confines del Universo hasta alcanzar las galaxias más remotas. Una travesía vertiginosa que liberaba la fantasía tantas veces adormecida por las vulgaridades terrenales. Trataba de imaginar el clima y el paisaje de planetas lejanos, y cómo serían sus días, sus noches o las estaciones del año. Con la mirada interior buscaba también la vida en otros mundos fantaseando sobre las formas de sus cuerpos y la inteligencia de las mentes alienígenas.
De cuando en cuando interrumpía de improviso el recorrido para observar la estela trazada por alguna estrella fugaz, meteoritos que al chocar con nuestra atmósfera concluían su alocada carrera con una desintegración apoteósica. Aquellas noches de estrellas constituían un placer inconmensurable que me devolvía a la cotidiana existencia con la firme convicción de que la vida era un gran privilegio que merecía la pena aprovechar. Y todo gracias a esa bendita oscuridad que propiciaba la comunión del hombre con el Universo.
Esta reflexión rayana en lo metafísico me vino a la memoria al conocer la intención del Ayuntamiento de Madrid de sustituir nada menos que cincuenta mil farolas de la ciudad precisamente para que nos permitan ver las estrellas. El proyecto no pretende sumir a la ciudad en las tinieblas, sino rebajar en lo posible la contaminación lumínica limitando al mínimo la luz que se proyecta hacia el cielo. Actualmente, los destellos de las farolas esféricas que proliferan por la capital se levantan hasta veinte metros sobre la superficie, creando una campana deslumbradora que se extiende en otros cincuenta de diámetro. La idea es renovar paulatinamente los globos, cambiándolos por otros con la parte superior opaca, con el objeto de que la luz sólo se proyecte hacia abajo. Este plan municipal es fruto del reiterado empeño de las organizaciones ecologistas y los aficionados a la astronomía para que al cielo de Madrid le devuelvan sus estrellas. Tal demanda, que hizo suya la oposición al gobierno municipal, no sólo es atendida por motivos medioambientales; en la respuesta favorable del Ejecutivo habrán contado también los económicos. Algunos cálculos cifran en más de un cincuenta por ciento el ahorro de energía que permitirá la eliminación de las farolas globo en la capital.
Sin embargo, la operación no podrá llevarse a cabo de la noche al día, y su ejecución tampoco será barata. Este año se invertirán ciento setenta y cinco millones en reemplazar las primeras cinco mil, un ritmo que, de no incrementarse, situaría la conclusión del plan en el año 2040. Hasta entonces, las únicas estrellas que podríamos contemplar en la capital son las siete que conforman el escudo de la comunidad autónoma o las que vemos en el firmamento virtual del planetario que se alza en el Parque Tierno Galván. Mi consejo es que no esperen tanto. En las noches despejadas de luna nueva busquen fuera de la ciudad un lugar apropiado al abrigo de las luces y entréguense a la contemplación del infinito. Puede que cuestionen el sentido de su propia existencia, pero se alegrarán de estar vivos.
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