Martes de Carnaval
Dicen que en Carnaval se puede uno disfrazar de lo que quiera y que casi todo está permitido. Pero en esto, como en todo, siempre ha habido clases. En Salvador de Bahía, en Río de Janeiro o en Santa Cruz de Tenerife el carnaval tiene una dimensión orgiástica, de disfrute ilimitado de los sentidos. En Venecia priman la elegancia y el glamour. En Cádiz o en Badajoz, comparsas y murgas someten la actualidad ciudadana a chanza implacable.
¿Y en la Comunidad Valenciana? Aquí estas formas del carnaval son pobres porque nuestros propios carnavales ya están a la vuelta de la esquina. En ellos también hay crítica social y disfraces, sólo que integrados en la fiesta de la primavera. Lo que en otras partes supone una preparación para la Cuaresma, en las tierras valencianas constituye la festa -las Fallas, la Magdalena, Moros y Cristianos, las Fogueres- directamente. Siempre me ha sorprendido la escasa importancia del carnaval entre nosotros. Probablemente no existe ninguna otra parte de España con más citas festivas a lo largo del año. El número de días que las calles de pueblos y ciudades valencianas aparecen cortadas para celebrar o representar algo dobla, como mínimo, al de otras comunidades. De hecho, las luces y los gallardetes se suelen colgar poco antes de Navidad y se retiran a finales del verano. Sin embargo, el carnaval sólo se celebra en privado, y no mucho. Se ve que, en casa del herrero, sartén de palo.
Iba yo reflexionando sobre esta peculiaridad antropológica valenciana cuando, de repente, me topé con un espectáculo absolutamente carnavalesco. En una calle del Marítimo de Valencia, un montón de personajes estrafalarios, salidos de Dios sabe qué tienda de disfraces, hacía cola delante de una casa para comprar papelinas. La circulación estaba detenida y un guardia municipal, indiferente a lo que allí ocurría, multaba concienzudamente a uno de los clientes porque había aparcado en doble fila. Otro, provisto de un móvil, llamaba a un colega del barrio alicantino de San Antón para cotejar información. Mientras tanto, un grupo de vecinos, provistos de cacerolas y de pancartas, se manifestaba ruidosamente y reclamaba seguridad ciudadana. Realmente quedaba todo muy impactante, digamos que de lo más catártico: pura teatralidad barroca, vamos, como un cruce de Carreño y de Valdés Leal.
Horrorizado, pillé un taxi y le pedí que me sacase cuanto antes de allí. Tras atravesar lo que parecían restos de un bombardeo reciente -solares llenos de escombros y casas ruinosas- por los que pululaban más personajes disfrazados, llegamos a un edificio oficial. Era un palacio precioso, aunque alguien había tenido la disparatada idea de sustituir sus balcones y ventanas por cristales reflectantes, así que el estilo gótico se había trocado de repente en horterada seudobancaria. Me dijeron que eran las Cortes. Incrédulo, me asomé al hemiciclo.
No tenía desperdicio. A una señal del maestro de ceremonias, la mayoría de los asistentes se levantaba y recitaba con entusiasmo: amén. Sólo algún que otro resentido permanecía sentado, y algunos estaban arrodillados de cara a la pared, con los brazos en cruz y una pila de libros en la palma de cada mano. El espectáculo me pareció magnífico, un verdadero esperpento de lo que era la vida escolar en los tiempos de Maricastaña.
Un poco excitado por todo aquel ambiente, decidí tranquilizarme y salir al campo. El taxi me llevó por unas sierras interiores preciosas, todo romero, olivos y almendros entre riscos que desafiaban la ley de la gravedad. Pero cuando íbamos a cambiar de vertiente, nos topamos con un cartel de prohibido el paso. '¿Cómo es posible, en mitad de una carretera?; esto parece el mundo al revés?', le pregunté al chófer. 'No se extrañe', me dijo, 'todo el interior de la provincia de Castellón está lleno de pueblos abandonados que han sido ocupados por los miembros de alguna secta'. Tenía razón. Al punto empezó a sonar un tambor, como de selva africana, y unos tipos de pinta patibularia se me acercaron con cara de pocos amigos conminándome a tomar las de Villadiego. Estaban perfectamente caracterizados de filibusteros, uno de los disfraces más típicos del carnaval. Pusimos pies en polvorosa hacia el sur. Llevábamos bastantes kilómetros recorridos, cuando en un desierto se nos acercó lo que parecía un grupo de extras de algún peplum -romanos, egipcios, iberos- blandiendo las espadas y reclamando que les pagásemos la entrada. '¡Es la guerra!', grité atemorizado. 'Calma', me tranquilizó el chófer, 'sólo son empleados de Terra Mítica. Lo de los disfraces no es manía personal, es que los llevan porque se lo exige el convenio. Lo único que le recomiendo es que no les gaste bromas con el asunto del agua y ni se le ocurra insinuar que si no hay transvase, igual hay que cerrar el tenderete. Dicen que la manifestación de Barcelona y la homilía de los curas del Delta han sido subvencionados por Port Aventura. El horno no está para bollos'.
No quise investigar más. Y es que, después de lo visto, no me quedó ninguna duda: en la Comunidad Valenciana sería absurdo celebrar el carnaval porque estamos en carnaval todo el año. Lo sorprendente es que nadie se haya dado cuenta hasta ahora. Hacemos como si los proyectos públicos, las instituciones pasadas -CVC- y futuras -AVL-, los presupuestos y los personajes fueran de verdad. Pero no lo son. Es carnaval, puro carnaval. Lo único que nos falta es nombrar el obispillo y la reina. Se abre un periodo de votación popular. O, por mantener, la broma: un periodo de información pública. Laus Deo.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es
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