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LA CRÓNICA
Columna
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El patio de mi casa

El otro día conocí a una señora que se horrorizaba de los que, como yo, éramos capaces de vivir en el barrio de la Mercè de Barcelona. Me confesó que nunca ponía los pies en ningún lugar de Ciutat Vella, ni tampoco en el metro, y me habló como si la distancia que va de General Mitre a Colón fuera un océano que separa a los ángeles custodios de las buenas costumbres -que sería ella, supongo-, de una tribu harapienta por civilizar -que sería yo, supongo también. En Ciutat Vella aún no devoramos seres humanos, ni tampoco reducimos cabezas y si los edificios y las calles aparecen sucias, si hay tirones, robos, y hasta algún asesinato es por una mala -o tardía- gestión municipal y por una mala política inmigratoria y social. La cosa es complicada, pero, ¿por qué será que cada vez andan más buscados los pisos en Ciutat Vella?

En Ciutat Vella quedan rincones insospechados. Por ejemplo, un patio que fue retratado por Ramon Casas en varios de sus cuadros

A esa señora de Mitre le diré que mi casa da a un patio que ocupa toda una manzana. Por las mañanas entra el sol en la habitación y apenas deja de hacer frío te despierta el alboroto de los pájaros. Muchas veces, al abrir los ojos, me pregunto si vivo en Barcelona, porque no se oye ni un coche, ni un grito, sólo de vez en cuando al perro del vecino -un perro pacífico, por cierto- y el maullido de los gatos cuando están en celo, y poca cosa más.

Sentada delante del ordenador veo el tronco de lo que fue una palmera y ahora se ha convertido en una columna rebozada de hiedra que se cimbrea a merced del viento y va cambiando de color según las estaciones. Pertenece a uno de los jardines donde muy pronto florecerá el rosa pálido en los árboles. El patio de al lado no es tan frondoso: el suelo está enladrillado, hay grandes macetas de marquesas y una parra que en verano se enreda en una estructura metálica y les da sombra. En días de fiesta - San Juan, San Pedro, la Mercè... - organizan guateques nocturnos que consisten básicamente en sentarse alrededor de una larga mesa y comer y reír mucho. Los días laborables, casi cada mañana, sale una mujer a tender la ropa y a cuidar las plantas.

En el primer piso de esta casa hay un aficionado a los pájaros que tiene un sinnúmero de jaulas esparcidas por la pared. El dueño también es un ave nocturna y se pasa horas y horas en el balcón, contemplando no se sabe qué, porque a esas horas, a no ser que los de la parra iluminen su fuente decimonónica, todo está a oscuras.

Existen más jardines -algunos abandonados- y pequeños patios donde los niños corretean y los mayores organizan sus juergas y riegan sus flores. Yo lo contemplo desde mis balcones y controlo también si el cielo está nublado o si ya se ha puesto el sol. Es un pequeño reducto de naturaleza urbana encerrado por cuatro muros, pero que me hace sentir bien. Y no acaba todo aquí, porque, hace una semana, descubrí que el patio de mi casa era particular. Quiero decir que tiene algo especial que no sabía.

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Donde ahora se levanta una construcción abandonada hubo un jardín que perteneció a Ramon Casas. Es más, fue allí donde nació, vivió hasta los 20 años y pintó sus primeras telas, precisamente en el patio. Me enteré leyendo el catálogo de la exposición que se puede ver aún todo el mes de marzo en el MNAC. El padre de Casas, que había hecho fortuna en Cuba, mandó construir en 1860 un edificio de cuatro plantas en el número 11-13 de la calle de Nou de Sant Francesc. La casa se terminó un año más tarde, tal como indica la inscripción de la puerta. La fachada se conserva igual, aunque totalmente deteriorada. La puerta es de piedra labrada, los balcones están tapiados y los amantes del grafismo han aprovechado todos los rincones para pintar con aerosol todo tipo de consignas.

Según Mercè Doñate, comisaria de la exposición junto con Cristina Mendoza, los Casas-Carbó ocupaban el piso principal de 500 metros cuadrados, que tenía acceso directo desde el zaguán por una escalera de mármol, mientras que otra escalera conducía a los demás pisos que el padre del pintor tenía alquilados. En la parte posterior de la residencia había una galería y la terraza jardín, ahora desaparecida.

Entre 1888 y 1889 Ramon Casas pintó a su familia en este escenario. Esos cuatro lienzos forman parte de la exposición. En ellos se puede ver a sus hermanas Elisa y Montserrat y a su cuñado en actitudes cotidianas. La galería está cubierta por persianas; hay grandes macetas en el suelo y una jaula con un pájaro colgada de la pared, un barómetro, más macetas... Se respira mucha paz, como la que continúa habiendo en esos jardines. Sin embargo la casa se vendió y los Casas se fueron a vivir al paseo de Gràcia.

Ahora el edificio pertenece al Ayuntamiento, pero nunca se ha colocado ninguna inscripción que indicara que allí nació el pintor modernista. El edificio está afectado por el PERI (Plan Espcial de Reforma Interior) y entra en el plan especial de equipamiento docente de la parte baja del barrio gótico. Según el Departamento del Distrito de Ciutat Vella se prevé construir allí una escuela pública manteniendo la fachada, y afirman también que nadie sabía que perteneció a Casas.

Ahora miro hacia aquel rincón de otra manera. Recuerdo que el verano pasado había una chica que salía a menudo a bailar a la terraza que hay encima de la construcción que cubre el antiguo jardín. Vista de lejos parecía una de esas pinturas que ahora cuelgan del MNAC, como si se hubiera escapado de alguna tela.

Yo propondría a la autoridad competente que, como mínimo, la escuela llevase el nombre del pintor.

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