El buen viaje
Es el principio de una película: un tren vuela hacia su destino, pasa a la hora exacta por sus estaciones, se acerca al final del viaje. Llegará puntual, a los pasajeros les esperan citas y compromisos. Hace mal tiempo, pero no se trata de un día aislado, mal elegido para salir: lleva semanas lloviendo o a punto de llover, mientras el tren corre y el viento sopla, y caen telecabinas en Benalmádena, grúas en el puerto de Málaga, el toldo de una feria en Córdoba. El impasible tren sigue su curso. No: se detiene. Hay una avería. Estamos en Álora, a media hora de Málaga, adonde íbamos a llegar a las dos de la tarde menos cuatro minutos en un Talgo 200 que yo tomé en Córdoba.
Así que nos quedamos parados, esperando. Ha sido un viaje raro: por los altavoces del tren, a eso de las doce, se pidió un médico, y se comentaba que era para un drogado o un bebedor. Por los mismos altavoces anunciaron después la avería. Pasa poco más de media hora, y unos autobuses nos van a llevar a Málaga. El trasbordo al autobús es rápido, ocasión de intercambio de palabras y ayuda entre los pasajeros, bajo la lluvia. Se ha producido una perturbación: una perturbación es el principio de todas las novelas y todas las películas y todas las historias. El mundo previsto e inmutable, ordenado como un horario de ferrocarriles, se convierte en sorpresa. Irrumpe el azar, el destino, la gracia de las fábulas: si los trenes fueran perfectos, no nos habríamos encontrado nunca, dicen los enamorados tres años después.
Hay emoción y suspense y pasión en el autobús, entre las estaciones de Álora y Málaga: una hija y su madre enferma tienen que coger el avión a Melilla. ¿Llegarán a tiempo al aeropuerto? Suena la música taladradora de los leves teléfonos inalámbricos. Voy en el autobús, sí, voy en el tren, pero vamos en autobús, dice la extranjera, y quizá su interlocutor imagine un mundo trastocado, incomprensible. Siento los celos de una esposa o una novia a través de las respuestas de mi vecino de asiento: Yo no tengo la culpa de llegar tarde, qué voy a hacer, estoy saliendo de Álora por carretera pero tomé el tren, claro que tomé el tren. El hombre se enreda en terribles explicaciones cada vez más inverosímiles.
¿Por qué no nos dieron explicaciones más detalladas los responsables del tren, tan educados y amables, por otra parte? ¿No se las dan a ellos sus responsables? Hemos tenido una avería, de acuerdo, ¿pero de qué naturaleza? ¿Cuánto tiempo nos detendrá aproximadamente? Yo oí tres versiones en media hora, tres rumores: la avería era de otro tren que ocupaba la vía por la que viajábamos; los raíles estaban inundados; había caído un árbol en los raíles. Así que, mirando los campos de naranjos por el cristal del autobús, yo pensaba en un asunto moral: ¿hay que informar con exactitud al público? ¿Incluso en el caso de que otro tren se acercara en dirección contraria, hacia un choque frontal? La falta calculada de información podría evitar el caos, ese momento en que los más encantadores empujan, patean y pisan para salvarse. Y ya estábamos en Málaga: la avería del tren se había convertido en una incomodidad placentera. Feliz quien como Ulises ha hecho un buen viaje.
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