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Columna
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Futuros

Las preocupaciones de Heribert Barrera sobre el futuro de la condición catalana no pueden extrañarnos a los aceituneros altivos que habitamos en el sur de España. Los inmigrantes son un peligro para las tradiciones, la lengua, las costumbres y la religión de las sencillas familias del lugar. Hace algunos años Jordi Pujol escribió sentidas reflexiones sobre el peligro de la emigración andaluza, denunciada desde el catolicismo conservador catalanista (porque eso significa este presidente de la Generalitat) como una agresión contra las señas de identidad de la patria. Pero se trataba en el fondo de una agresión menor, un pellizco en el alma, una mancha de aceite en las oraciones puras del monasterio de Montserrat.

Por culpa de los tiempos y de la Historia de España, que pretende limar diferencias entre sus bienamados hijos, los andaluces han roto la costumbre de llenar los trenes y circular por el mundo en busca de los trabajos más duros de la sociedad del bienestar. Esta agresión injustificable contra el principio diferencial de las burguesías catalana y vasca, siempre en estado de alerta frente a los movimientos totalitarios de la población, ha motivado una gravísima sustitución de andaluces por moros. Y ese sí es un verdadero peligro, porque ya no se trata de pobres con un acento gracioso y una nostalgia practicante de la rumba ante la dignidad monumental de la sardana. Ahora los inmigrantes llegan con otra lengua, otra piel y una mezquita debajo del brazo. Andalucía cargaba los trenes, los autobuses y los taxis colectivos de risotadas, tripas de chorizo, botas de vino y panes de pueblo. Pero los moros guardan también en sus maletas de cartón, aseguradas con cuerdas y correas, una divinidad extranjera, que no acepta los sermones líricos de mosén Pujol. Marta Ferrusola y Heribert Barrera están aterrados ante la perspectiva de despertarse un día en medio de una Cataluña rodeada de moros y mezquitas. Yo los comprendo sentimentalmente, sobre todo ahora que llega la Semana Santa. Llevo muchos años durmiendo en Andalucía y mi primer pensamiento al despertar, mezcla de desaliento y de extrañeza, es siempre el mismo: ¡Dios mío, estoy rodeado de católicos!

Pero una cosa es el sentimiento personal y otra muy distinta son las reglas de la convivencia. ¿Cómo nos organizamos? Durante los años del franquismo, los movimientos nacionalistas catalanes y vascos significaron para una parte de la población el deseo de romper con una idea homologadora y dogmática de las normas que regulaban la vida del Estado. En sólo 25 años, los nacionalismos de Cataluña y del País Vasco han pasado a representar un esfuerzo por construir pequeños estados monolíticos, dispuestos a marginar a los sectores de su población, por amplios que sean, que no compartan el ideal patriótico establecido. El racismo de las declaraciones de Heribert Barrera demuestra el carácter reaccionario que anida en el fondo de todos los proyectos intelectuales basados en el concepto de diferencia. Las diferencias nos dejan sin papeles. Hay que luchar por la norma, por elaborar una norma flexible, el único ámbito que asegura el diálogo.

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