El Papa y las vacas locas
Hace unas semanas, Juan Pablo II puso las vacas locas como ejemplo de las malas relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Por supuesto, y sin que cupiera esperar otra cosa, la culpa de todo la tiene nuestra especie, aunque no todos los individuos que la componen. Hay 'ganaderos honestos' a quienes el Papa transmite su solidaridad. Como especie, sin embargo, somos un desastre y 'hemos defraudado las expectativas divinas'. Especialmente en nuestra época, si bien Juan Pablo II observa una reacción ecologista que puede sacarnos del atolladero. 'La armonía del hombre con sus semejantes, con lo creado y con Dios es el proyecto perseguido por el Creador'. Pero 'hemos devastado sin vacilar llanuras y valles boscosos, contaminado el aire, convulsionado el sistema hidrológico y atmosférico, desertizado espacios frondosos, implantado formas de industrialización salvaje y humillado la aiuola de que nos habla el Dante, que es la tierra, nuestra morada'. El Papa nos remite al Génesis. Lo malo es que el Génesis se presta a más de una interpretación. Como la religión china, que mucho equilibrio, mucha armonía, pero que según René Dubos exigió el exterminio de muchos bosques para la construcción de innumerables templos. Pero lo nuestro es el Génesis.
Creced y multiplicaos, llenad la tierra y subyugadla, dice el Génesis. Pues ya la tenemos. Es cierto que la humanidad ha hecho con su transitoria morada lo que le ha dado la real gana, pero la Iglesia, que recientemente nos está acostumbrando a oírla pedir perdón por esto y aquello, debería plantearse su responsabilidad histórica en el desmadre a que hemos sometido nuestra morada siglo tras siglo. Magisterio, dominio, conquista de la naturaleza. Son términos extraídos de la doctrina cristiana. Se dice que el cristianismo se opuso a los avances científicos y tecnológicos, pero eso es una gran falacia. Se opuso en términos puntuales -por otra parte, arbitrariamente aplicados- o en casos como el de Galileo, que iba derecho al corazón de una sociedad teológicamente sustentada. Pero el espíritu del cristianismo abría las puertas de par en par a los buenos y a los malos ganaderos. Y aquellos polvos trajeron estos lodos, y pienso en pandemias peores que la de las vacas locas. Cosas para las que las admoniciones religiosas ya no son remedio.
Es verdad que en ningún momento la Iglesia adoptó una actitud beligerante ante la naturaleza. En realidad, nos queda el ejemplo de algunas órdenes monásticas -benedictinos, cistercienses, franciscanos- que pusieron en práctica un riguroso ecologismo. San Francisco de Asís no hablaba del sol sino del 'hermano sol'. Era un animista quizá en todas las acepciones del término. Como lo fue la cultura griega, a pesar de su ciencia y de su filosofía. Los griegos poblaron el mundo de ninfas, de sílfides, de ondinas... Antes del cristianismo no había animal, plata o piedra que no tuviera su genius loci, su diosecillo guardián. Si el hombre quería hacer uso de algún objeto tenía que aplacar con ritos y ofrendas al guardián de ese objeto, como nos recuerda el historiador Lynn White. Pero con el advenimiento del cristianismo, nos dice el citado historiador, los espíritus quedaron separados de la naturaleza y en lo sucesivo ésta fue gobernada por la religión. Pero no de una manera necesariamente directa. Se trata de una doctrina. En la naturaleza, sólo el ser humano poseía espíritu, de modo que nada tenía que temer de ninguna voluntad ajena a la suya, que derivaba directamente de Dios. 'Al destruir el animismo pagano, el cristianismo hizo posible la explotación de la naturaleza, indiferente a los sentimientos de los objetos naturales'.
Alguien podría decir que las órdenes monásticas estaban más cerca del espíritu pagano que del cristiano. Ni es eso ni es lo contrario. Pero al poner todo el acento en la salvación de las almas, irremediablemente se descuida la salud del cuerpo, y, por consiguiente, de todo lo que le rodea. Esto no es una consigna, pero sí entraña la creación paulatina de un estado de conciencia bien distinto al de la antigüedad. Sin 'espíritus' que la protegieran, la naturaleza quedó al albur de la voluntad humana, como dice White (y Forbes, Mumford, etcétera). O al menos, se abreviaron los trámites para su explotación, abolidos como estaban los obstáculos sobrenaturales. El cristianismo no le dio al hombre patente de corso para cargarse los ríos, desecar humedales y demás tropelías; pero entregadas las llaves de la naturaleza, el futuro era imprevisible en los detalles y perfectamente previsible en su conjunto. La doctrina de la Iglesia puso los cimientos de la bomba atómica, de la clonación de seres humanos, de las vacas locas, así como de los trasplantes y de la curación del cáncer y del dolor de cabeza.
El justamente controvertido Juan Pablo II -en su currículo se amontonan errores y aciertos- tal vez protestaría en nombre propio y de la Iglesia por lo aquí muy sucintamente dicho. En realidad, seguro que protestaría, pues apela al Génesis en su defensa del equilibrio y la armonía, mientras que aquí utilizamos el mismo texto para posicionarnos en la otra trinchera. Siempre se ha acusado a la Iglesia -podría decir el Papa- de haber impedido el avance de la ciencia y de la tecnología. Mártires nos tienen con lo que hicimos con Galileo. Ahora va a resultar que no y que somos los culpables del lamentable estado en que se encuentra 'nuestra morada'.
Pero es así. Galileo, Kepler, Copérnico, atentaron contra el núcleo de la doctrina. Otros fueron perseguidos por la ignorancia de los clérigos perseguidores. Pero al hacer partícipe al hombre de la trascendencia de Dios, aquí en la tierra, se abrieron las puertas para un uso que degeneraría en abuso, como era profetizable. ¿Acaso la tecnología no proliferó enormemente a partir de la implantación del cristianismo en Europa? Desde el siglo X y durante toda la Edad Media, la lista de invenciones puestas en uso es tan extensa que mencionar algunas resulta irrelevante. Francis Bacon pudo decir que la ciencia compartía con la religión el peso de restaurar la excelencia humana. En suma. Si el cristianismo hizo al hombre rey de la Creación, como lo hizo, es abusiva la extrañeza y el reproche que nos lanza ahora nuestra conexión con Dios a causa de las vacas locas y el resto de los desmanes.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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