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CUADERNO DE TEATRO
Columna
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Tempestad en el Almeida

Marcos Ordóñez

- 1. Fin de etapa. Londres, 16 de febrero, 19.30. Estamos en el Almeida, mi mujer y yo, para ver la última función de The tempest en el teatro de Islington. Literalmente: el Almeida, una de las salas más prestigiosas de Londres, cierra por reformas. Como al Lliure, el local se les ha quedado pequeño: 300 butacas, y colas todas las mañanas, a primerísima hora, para ocuparlas. Desde 1990, sus producciones han sido éxitos en el West End y en Broadway. Los actores con más cachet han trabajado allí por cuatro libras, como quien dice. Diana Rigg estrenó Medea y Who's afraid of Virginia Woolf; Ralph Fiennes triunfó con Hamlet e Ivanov; Kevin Spacey arrasó con The iceman Cometh y Juliette Binoche con Naked, entre muchos otros. Para un actor es un honor trabajar en el Almeida, y para un autor también: la temporada pasada presentaron allí sus nuevas obras Harold Pinter (Celebration) y Arthur Miller (Mr. Peter's connection). Las reformas, que comienzan en abril, durarán aproximadamente un año y medio, para abrir el nuevo teatro en otoño del 2002. El arquitecto es Steve Tompkins, responsable del nuevo Royal Court en Sloane Square. El Almeida y sus gentes se trasladan, entretanto, a una vieja cochera de autobuses en King's Cross, que se inaugurará a principios de marzo con la Lulu de Wedekind, en coproducción con el Kennedy Center de Washington.

Es un Próspero furioso. La verdadera tempestad es la que se agita en su interior

Las obras de demolición empezaron a finales de diciembre. Antes de que el viejo edificio de Islington, construido en 1837, caiga del todo bajo la piqueta, sus directores artísticos, Jonathan Kent y Ian McDiarmid, han elegido, como despedida, montar The tempest en el escenario derruido. Kent dirige, y el veteranísimo McDiarmid -su más reciente trabajo en el Almeida fue Barabas en The Jew of Malta, de Marlowe- interpreta a Próspero. The tempest es el tercer Shakespeare de Jonathan Kent esta temporada. El verano pasado montó un regio programa doble, Richard II y Coriolanus, con Ralph Fiennes haciendo ambos protagonistas, en los Gainsborough Studios, un inmenso hangar abandonado, en Shoreditch, al noroeste de Londres, donde Hitchcock rodó sus primeras películas. Los dos espectáculos, tras cinco meses en cartel a teatro lleno, han viajado luego al BAM de Nueva York y a Tokio.

- 2. Después del diluvio. El escenario del Almeida parece el de Bouffes du Nord después de un bombardeo. Paredes desnudas, de ladrillo visto, medio desmoronadas; vigas caídas; tablas de madera para vadear un gran charco de agua. Al fondo hay un sillón rajado donde dormita Próspero, bajo una bombilla polvorienta. Más que The tempest, parece que esté a punto de comenzar Fin de partida, de Beckett. Las conversaciones del público todavía no han terminado cuando, de repente, un trueno con genuino efecto sensurround nos clava en las butacas. Oscuridad. De los telares baja una escala de cuerda; bamboleándose en ella, el contramaestre que aúlla: 'Blow, till thou burst thy wind', mientras una catarata de litros y litros de agua se abate sobre su cabeza. Siguen los truenos, los relámpagos, la confusión, los gritos, el diluvio. Próspero se ha levantado de su mísero trono y camina como un sonámbulo hasta el centro de la escena, como si estuviera contemplando su propio sueño. Ian McDiarmid viste una túnica blanca y se cubre con una capa hecha de plumas de pájaros exóticos; de su cuello cuelga un amuleto. Recuerda un cruce entre John Gielgud y Héctor Alterio: la voz de fagot, la calva rodeada de cabello blanco, los ojos taladrantes. Y la altura, y el perfil de ave rapaz, y la inmensa autoridad escénica. Es un Próspero furioso, agitado por sus propios demonios. Oyendo cómo habla a su hija Miranda no cuesta comprender que la verdadera tempestad es la que se agita en el interior de su cabeza; la tempestad de la ira, de la venganza. La pobre Miranda (Anna Livia Ryan) apenas tiene un montón de rocas donde acurrucarse cada vez que su padre enloquece de rabia. Ariel (Aidan Gillen), rubio, andrógino, 'espíritu de aire y de agua', baja del cielo boca abajo, como el Loco en la carta del Tarot, y se zambulle en lo que parecía charco y es laguna; con el agua al cuello cantará su tonada, Full fathom five. Calibán (Malcolm Storry), mitad salvaje mitad anfibio, criatura del subsuelo, habita en una cueva cubierta de tablas y restos de naufragio. Es puro instinto y puro dolor, como un simio al que han enseñado a hablar, a expresar, para nada, su dolor y su deseo.

- 3. La isla de las mutaciones. A lo largo de nuestro siglo, The tempest ha tenido lecturas políticas (una fábula sobre la opresión y el colonialismo), filosóficas (una alegoría sobre el neoplatonismo, con Próspero como superhombre renacentista), gnósticas (Calibán como ángel caído), psicoanalíticas (imágenes creadas por un 'sueño de la razón', reflejo de los conflictos internos de Próspero). Y la más extendida especie, que quiere ver en la obra una secreta 'biografía artística' del propio Shakespeare, con la varita rota y el libro hundido del final como un emblemático adiós al teatro del dramaturgo. Una teoría muy sugestiva, desmentida por la posterior escritura de Cardenio, Henry VIII y The two noble kinsmen, aunque fuese en colaboración con John Fletcher. Harold Bloom, en The invention of the human, ve en The tempest, no un clausura, sino un nuevo comienzo, un experimento en busca de una 'nueva forma', aunque no acaba de explicar -o yo de entender- en qué consiste. La mezcla de géneros (drama, farsa, comedia, féerie) es absoluta, pero ya estaba, si nos paramos a pensar, en el Sueño de una noche de verano. Quizá en The tempest se ahonda en la idea, tan cara al barroco, tan hamletiana, de la extrema irrealidad de la existencia ('such stuff/as dreams are made on') a través de una serie de mutaciones y espejismos que conforman un viaje coral hacia el conocimiento. Todos (salvo Antonio, el villano, perdonado pero inalterado) cambian. Les cambia el amor, la percepción de la propia maldad y/o estupidez (Calibán tomando por dios a un borracho), el perdón. Y quien más cambia es Próspero, agente de la mayor parte de tales transformaciones. El ejercicio del poder mágico le revela una amarga verdad sobre sí mismo: su despotismo, su crueldad, su intolerancia. Es uno de los personajes positivos menos simpáticos de Shakespeare, pero acaba trascendiendo su anhelo de venganza, aunque sea a costa de abandonar sus poderes y regresar como hombre al mundo de los hombre. La gran pregunta de The tempest es: ¿por qué Próspero abandona la magia, abandona la isla y vuelve a Milán, a sabiendas -'and my ending is despair'- de que lo que allí le espera no es ninguna maravilla? Viendo el montaje de Jonathan Kent y la intepretación de McDiarmid, la respuesta es diáfana: porque no le queda otro remedio y porque su magia no le ha deparado nada bueno. Próspero era feliz investigando en su isla mental, alejado del amor (su mujer murió al dar a luz), de toda pulsión humana. Con la tempestad que provoca vuelven todas las pasiones. Vuelve la ira, se repiten las combinaciones de la maldad (Sebastián y Antonio quieren matar a Gonzalo y Alonso; Calibán conspira con Stefano y Trínculo), y vuelve el amor, un amor joven, el de Miranda y Fernando. ¿Qué ha descubierto Próspero al final? Que la maldad y la estupidez son eternas, pero que el amor también lo es. Ha fracasado su intento de educar a Calibán, ha convertido a Ariel en un esclavo, y comprende, sobre todo, que no puede hacer de su hija otra esclava, que Miranda pertenece a otro mundo, al mundo del que, digamos, Próspero se exilió espiritualmente. El regalo de bodas de Próspero a Fernando y Miranda es su último gran espectáculo, su verdadera despedida del mundo de la magia: la masque de las hadas, que habitualmente se resuelve en un apunte rococó (o se ventila directamente) y que Jonathan Kent convierte aquí en uno de los momentos más auténticamente mágicos del espectáculo, con tres niñas que parecen salidas de un cuadro de Alma- Tadema, que flotan en el aire y cantan, con voces ultraterrenas, en un coro etéreo y fascinante. En la penúltima escena, mientras Miranda y Fernando se juegan 20 reinos al ajedrez, Próspero/McDiarmid mira a su hija como Spencer Tracy miraba a Liz Taylor en El padre de la novia; con la mirada de la resignación, de la juventud perdida. Miranda se casará y será una nueva Cleopatra; el ducado de Milán y el de Nápoles se hermanarán; las dinastías quedarán restauradas, otro tema eterno de Shakespeare. Y ya que hablamos de Cleopatra, no cuesta oír, bajo el 'my ending is despair' de Próspero, la voz de Marco Antonio en el acto V: 'Mi desolación me engendra una mejor vida'. Sin esperanza, con conocimiento.

P. D. Durante este fin de semana en Londres también hemos visto otro maravilloso espectáculo, del que les hablaré la semana próxima: Merrily we roll along, una de las grandes obras de madurez de Stephen Sondheim, en la Donmar Warehouse. The tempest ya acabó, pero Merrily está en cartel hasta el 8 de marzo. Y vale la pena el viaje.

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