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Las guerras del pasado alemán

Timothy Garton Ash

¿Cuántos pasados difíciles más tendrán que afrontar los alemanes? ¿Acabará alguna vez? Primero fue el especialmente terrible asunto de enfrentarse al legado nazi. Ello llevó a la Alemania Occidental democrática casi 40 años. Luego, tras la unificación alemana, vino el legado de la Stasi. Toda la venenosa basura de Alemania Oriental fue destapada y debatida, y todos se angustiaron moralmente con ella. Ahora, Alemania se ha zambullido en otro violento debate acerca de otro pasado más. Esta vez está relacionado con la generación de protesta política de 1968, y específicamente con el abrazo a la violencia política de algunos post-68 en los años setenta.

El último arrebato alemán de golpes de pecho, exámenes de conciencia y señalamientos con el dedo se desató tras la publicación de unas fotografías que mostraban al ministro alemán de Asuntos Exteriores, Joschka Fischer, manifestándose a los 25 años en Francfort en 1973. Llevaba un casco negro y golpeaba a un policía. Como era previsible, la oposición pidió inmediatamente su dimisión. ¿Cómo se atrevía alguien que había abrazado la violencia política cuando era joven, o no tan joven (¿se es joven a los 25?), a ocupar un alto puesto en el Estado y representar a Alemania en el mundo?

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Cuando los medios de comunicación se inundaron de viejas fotos en blanco y negro de aquella época, me sentí transportado a la Alemania a la que fui a vivir en 1978. ¡Qué neurótica y frágil parecía la democracia alemana entonces! ¡Y qué interesante! En todos los aeropuertos o puestos fronterizos había carteles de la policía con fotos de terroristas de la llamada Fracción del Ejército Rojo. Los edificios universitarios de Berlín Oeste y Francfort estaban cubiertos de pintadas revolucionarias. Los jóvenes y los no tan jóvenes llevaban pañuelos de la OLP, vivían en comunas, pertenecían a grupos políticos escindido de otros y condenaban a la República Federal como un Scheisstaat (Estado-mierda). Denunciaban lo que ellos denominaban sencillamente 'El Sistema'.

Yo mismo viví durante un tiempo en una pequeña comuna. Cuando monopolizaba el cuarto de baño, un compañero comunista que residía allí gritaba, malhumorado: 'Herrschende Klasse!' (clase dirigente). En un restaurante vagamente alternativo llamado Terzo Mundo, los post-68 se sentaban a comer 'ensalada partisana' y, como anoté ácidamente en mi diario, a beberse -en el transcurso de una buena discusión política nocturna- el ingreso anual de un campesino del Tercer Mundo. Desaliñados, indulgentes consigo mismos e histéricos, ese grupo social incluía, no obstante, a personas valientes, inteligentes e idealistas. Y, como aquello era Alemania, los mejores y los peores estaban muy próximos.

El año anterior, el fiscal general de Alemania Occidental, uno de los banqueros más importantes del país y jefe de la organización de empresarios, había sido asesinado por los terroristas. Un famoso artículo necrológico anónimo sobre el fiscal general en una revista de extrema izquierda confesaba haber sentido una cierta 'alegría furtiva' por su muerte. Ahora, el ministro de Medio Ambiente alemán, Jürgen Trittin, un líder del Partido Verde como Joschka Fischer, está siendo atacado por haber apoyado la difusión de aquella necrológica. Él afirma que se trataba del derecho a la libre expresión y señala que el artículo terminaba con un rechazo del terrorismo. En los años setenta, el Estado respondía al terrorismo con una abrumadora presencia policial, con vigilancia y una legislación restrictiva que mantenía a los supuestos 'radicales' fuera de la Administración pública. Una película que tuvo bastante influencia, Alemania en otoño, daba a entender oscuramente que las hojas de la democracia alemana se estaban poniendo pardas de nuevo (del color nazi).

Debemos recordar que Adolf Hitler sólo llevaba muerto 30 años. Erich Honecker estaba todavía muy vivo y rigiendo, al otro lado del muro de Berlín, un pequeño Estado estalinista, muy desagradable. Eran los polos gemelos que daban estructura al debate. La derecha, que hablaba alto y fuerte a través de los periódicos que pertenecían a Axel Springer, insinuaba que la extrema izquierda estaba formada por peligrosos comunistas o, en el mejor de los casos, anarquistas que minarían la determinación alemana en la guerra fría. La izquierda, dirigida por escritores como Heinrich Böll, invocaba los fantasmas del fascismo. La derecha gritaba: ¡comunismo!, la izquierda gritaba: ¡fascismo!

Por supuesto, la Alemania Occidental de los años setenta no estaba seriamente amenazada ni por el comunismo ni por el fascismo. Pero miles de hombres y mujeres que de una forma u otra se habían formado en 1968 tenían que enfrentarse a una opción real y dramática. Nunca olvidaré una conversación con el cultivado, liberal y sobrio corresponsal de un importante periódico alemán. Me contó que, a principios de los años setenta, él había estado muy cerca de unirse a un grupo terrorista. Después escuché la misma historia contada por varias personas que ahora ocupan puestos de dirección y de responsabilidad en Alemania.

El caso de Fischer es interesante porque se acercó todo lo posible a la frontera de la violencia revolucionaria sin haber llegado a cruzarla y porque desde entonces se ha alejado todo lo posible de ella. Observándole recientemente en Davos, con su cabello plateado y su sobrio traje oscuro, codeándose cómodamente con los ricos y poderosos en el Foro Económico Mundial, uno tenía que pellizcarse para creer que hace menos de 30 años era un miembro radical y melenudo del llamado Putzgruppe, o grupo de limpieza en el ambiente alternativo y okupa de Francfort.

El Putzgruppe era conocido por dirigir la resistencia a la acción policial. El propio Fischer ha reconocido que le excitaba salir a 'demostrar a los cerdos' un par de cosas. Su biógrafo especula con que uno de los motivos del joven Joschka era que aquel heroísmo de macho aseguraba su gancho con las chicas (Fischer no es conocido por su celibato). Su amigo Daniel Cohn-Bendit, el héroe pelirrojo francoalemán del 68, dice que Fischer era también un tipo aficionado a la lectura. Un autodidacta que dejó pronto la escuela y que tenía siempre la cabeza enterrada en un tomo de Marx, Hegel o Lessing. (Gracias a Dios, también estaba Lessing).

Hacia 1978, al parecer, no tenía más remedio que ejercer de ayudante en una librería de segunda mano llamada Karl Marx y de taxista a tiempo parcial, y protestar en una revista alternativa porque "la falta de perspectiva, la pérdida de tiempo y el no saber qué hacer son cada vez más insoportables".

Entonces surgió un nuevo partido llamado Los Verdes. En menos de dos años se había afiliado, en menos de cinco había jurado el cargo de ministro regional de Medio Ambiente y a partir de ahí no volvió a mirar atrás. Como perteneciente a la corriente realista, dirigió al partido hacia una coalición con los socialdemócratas, y a sí mismo, hacia la cartera de ministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller de Alemania. En el camino recibió el apoyo de los votos de millones de alemanes que, de una forma o de otra, habían tomado una decisión similar a la suya en los años setenta: trabajar a través del en otro tiempo odiado "Sistema" y tal vez cambiarlo desde dentro.

Hay una aguda paradoja cuando los del 68 se enfrentan a su pasado, porque lo que diferenció al 68 alemán de las protestas de París, Praga o Berkeley fue su obsesión por el fracaso de Alemania Occidental para enfrentarse al pasado nazi. Por eso, cuando se invita a los del 68 a hacerlo con el suyo, no pueden rehuirlo. Y no lo hacen.

Fischer puede decir que "no se puede acordar" cuando le presionan sobre los detalles de su Putzgruppe de lucha callejera. A primeros de mes fue declarado inocente de un incidente en 1976 en el que se tiraron cócteles mólotov a un policía que resultó gravemente herido. Surgirán nuevas pruebas o alegatos. Pero su actitud general está resumida en sus palabras: "Me atengo a mi biografía".

Convocado como testigo del juicio de un antiguo terrorista, ahora arrepentido, que fue amigo suyo durante mucho tiempo, Fischer se acercó después a él ostentosamente, le dio la mano y charlaron tranquilamente durante unos minutos.

Es evidente que hay en juego políticas de partido. Alemania tiene elecciones el año que viene y es una oportunidad para que la oposición arranque algunos puntos a la coalición gobernante. Una vez más, son los periódicos de derechas de Springer, especialmente el amarillo Bild-Zeitung , los que han dirigido el ataque. En los setenta, el Bild era el repugnante, indiscreto y sensacionalista órgano de un ataque populista contra todo aquel relacionado con la protesta, simpatizante o que simplemente intentara explicar los motivos de la misma. Ahora, los escritorzuelos de la prensa amarilla se han puesto de nuevo a ello. Pero el Bild tendrá que andarse con cuidado o la gente empezará a investigar su pasado.

Es sorprendente recordar dónde estaban hace 30 años los hombres y mujeres que ahora gobiernan el país más poderoso de Europa. Pero la lección es profundamente tranquilizadora. Muestra el extraordinario éxito de la democracia alemana a la hora de integrar a los no demócratas y a los antidemócratas. Es una democracia construida por antiguos nazis y por millones de personas que habían aceptado el nazismo. Absorbió a la antigua Stasi y a 17 millones de alemanes orientales que no tenían experiencia práctica de la democracia. Pero los del 68 no se pueden comparar con ninguno de estos casos. Gran parte de lo que hicieron fue reforzar enormemente la democracia alemana. Y aquella democracia prosiguió integrando a la mayor parte de aquellos que, habiendo perdido toda esperanza de un cambio en el Scheisstaat, recurrieron a la violencia o coquetearon con ella.

Cada uno de los tres "debates sobre el pasado" alemanes se han ido volviendo paulatinamente menos importantes, menos difíciles y menos dolorosos. Este último no deja de ser un ratón comparado con el oso de la Stasi o el elefante nazi. Era un debate necesario, pero no creo que vaya a durar mucho.

Tengo ahora una nueva preocupación. ¿Qué van a hacer los intelectuales alemanes en los próximos 20 años? ¿De qué escribirán en las páginas de crítica, o de qué hablarán en interminables coloquios televisivos? Mirarán hacia atrás para buscar un pasado difícil de afrontar y no encontrarán nada. Probablemente tendrán que inventarse uno.

Timothy Garton Ash, periodista e historiador británico, es autor de Historia del presente.

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